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¡Por mi madre!… y por la suya también

Miguel Rosales
5 Min de Lectura

PIDO LA PALABRA

Están en todas partes, a todas horas, en cualquier circunstancia, en los momentos felices, en los momentos de apuro; se hacen sentir cuando todo parece perdido, pero también nos apabullan en nuestros excesos de felicidad y diversión; sus manos son un arma mortal cuando las usan para darnos coscorrones o jalones de oreja, pero son miel y derrochan ternura cuando nos regalan una caricia por portarnos bien; todos las tenemos, y aunque algunos se esfuerzan por disimularlo, terminamos por recordarles a la autora de sus días; por eso hoy digo con emoción, ¡por mi madre bohemios!… y por la suya también.

Yo no conozco a la madre perfecta, pero cada día vemos a alguien que se esfuerza por serlo; en la cocina, en el mercado, en la oficina, en la fábrica, en los Congresos; en todas partes han ido ganando espacios, su campo de acción es extenso, no conocen límites, no aceptan la palabra “imposible”, enfrentan la vida con dignidad y luchan para lograr sus objetivos, no les importa el esfuerzo si la familia está de por medio, saben que sin riesgo no hay gloria.

Se suele decir que los hijos siguen los pasos de ambos padres, pero la realidad es que el brillo de la madre opaca la presencia del papá; la madre es la guía que nos ayuda a forjar nuestro carácter, a pulir nuestra personalidad; siempre están en la búsqueda del justo medio entre ser permisiva o severa; cuesta arriba es el oficio de ser madre.

A las mamás, los hijos las conceptualizamos según la etapa de la vida en la que nos encontremos; cuando niños, nuestras madres son sinónimo de alimento; pero si somos adolescentes, la figura de la madre equivale al chicotito que pone freno a nuestros ímpetus juveniles, “bájale a la falda”, “córtate el cabello”, “no llegues tarde”, “mientras seas hijo de familia tienes que obedecer”, ¡auxilio!, madre a la vista.

Todo cambia para nosotros cuando llegamos a la edad adulta; entendemos las razones y los motivos de los actos de nuestra madre, aunque siempre se desquitan con esta frase: “con tus hijos pagarás todas las canas verdes que me sacaste”; para nuestras madres el tiempo no transcurre, para ella siempre seguiremos siendo “sus hijitos”, para las mamás nuestra edad solo es un accidente de la naturaleza, aunque quizá alguno de nosotros el accidente tal vez lo fuimos para ellas; nos parieron en un día, pero son nuestras cómplices toda la vida.

Mención especial nos merecen aquellas madres que han tenido que luchar solas para sacar a flote a sus hijos, ejerciendo una doble función, y además teniendo que hacer hasta lo inimaginable para llevar el sustento a sus hogares; nadie comprende la soledad de una madre cuando de repente se queda en medio de un océano de necesidades y sin ninguna mano en quién apoyarse, el mundo se les viene  encima, pero saben que tienen que reaccionar pronto, pues ellas son capaces de soportar todo, menos que un hijo les pida de comer y no tengan nada para alimentarlos, el amor de una madre es el combustible que la hace lograr lo imposible.

Algunas mamás ya se han ido, ese es el destino del que no podemos escapar, pero nos dejaron sus enseñanzas, nos mostraron los dos polos de la vida, y a su manera, establecieron nuestros parámetros de lo bueno y lo malo; y entonces, cuando a los hijos e hijas nos toca continuar con la labor que ellas tenían en sus manos, nos damos cuenta de la falta que nos hacen sus consejos.

Es en una tumba fría en donde descargamos nuestra conciencia, es en un sepulcro en donde visitamos también ese pedazo de nuestro corazón que quedó allí enterrado; pero nada consuela su ausencia, nada sustituye su enorme figura, nada nos llena ese vacío que dejó su partida, una lágrima derramada es un beso que ya no le podremos dar.

Las palabras se las lleva el viento, pero mi pensamiento escrito está.

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