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El tren de la vida

Javier Peralta
5 Min de Lectura

RETRATOS HABLADOS

Siempre he creído que la vida es igual a un viaje en tren, al que subimos en una estación de la que después olvidamos su localización y solo queda la idea tenue y ligera de que estaba entre nubes, y que por alguna razón le agregamos luces navideñas. Pasados los años esa idea vaga y remota simplemente desaparece. Así que achacamos el asunto al niño que fuimos, capaz de inventarse explicaciones para todo.

Es justo a los 18 años, coincide con la mayoría de edad legal, cuando volvemos a la historia del tren, porque nos descubrimos en un vagón que corre los majestuosos paisajes de un valle iluminado por un sol gigante en la mañana y una luna con estrellas, todas sonrientes de oreja a oreja, en las noches.

Nada podrá detener la locomotora que hace temblar el suelo y retumba en las ventanas de casitas que fueron construidas a un lado de la vía.

Después bajamos en una estación desde donde vemos que cada uno de los que formaban nuestra familia de origen, han emprendido el camino donde se ven a los que seguro después olvidarán el color de esa estación siempre esperanzadora entre las nubes del nacimiento. Es decir que nuestros hermanos y hermanas ya van con sus hijos, sus hijas, su familia en lo que algunos tal vez crean es la repetición de la misma historia, pero no, nunca lo es para bien del destino que resulta tan misterioso como que las vías encima de durmientes no siempre llevan al mismo lugar.

Andamos perdidos un tiempo que a veces resulta eterno, hasta que la sonrisa chimuela de una bebé de dos o tres años nos dice que nos toca emprender de nueva cuenta el viaje, y vamos felices, casi igual de invencibles como cuando teníamos 18 años.

Vemos que a partir de ese momento es posible subir a diferentes carros del larguísimo ferrocarril, tren, vida, o como cada quien desee llamarlo. Y esa es la vida, pero que con mucha regularidad nos lleva al principio del viaje, a lo más elemental y por lo tanto, importante.

Porque durante años decidimos perdernos entre lo menos importante, y que poco tiene que ver con la magia que por obligación tiene toda existencia. Solo nos importó lo inmediato, lo que nos permitía correr para que el tren no se nos fuera, pero sin saber a ciencia cierta para dónde íbamos.

De todos modos disfrutamos ese tiempo de absoluta incredulidad, de suprema vocación por confirmar que después de todo nadie tenía la razón.

Un día empezamos a entender de nueva cuenta, que sin algo que estuviera más allá de nuestro entendimiento, la verdad poco sentido tendría el camino. Que este fabuloso tren cumplía más labores que llevarnos de un lugar a otro, que debíamos entender su secreto o dormirnos en el carro donde de pronto el paisaje resultaba repetitivo y sin sentido.

Volvimos al origen de todo.

Simplemente nos dimos cuenta que había un destino de origen, y destino entendido como lugar dónde llegar, no fatalidad imposible de cambiar.

Comprendimos que el origen de nuestra esperanza es que formamos un equipo diminuto con nuestros seres más queridos, y que para bien serán nuestra eterna compañía. Por eso siempre pedimos, hacemos conjuros mágicos para que la vida los cuide, las cuide, nos cuide. Un viaje tan largo como es la existencia humana, se antoja con poco sentido si uno solo de esos personajes vitales llega a faltar.

Así que sigamos en la hermosa vida que siempre cito cuando me acuerdo del poeta Jaime Sabines.

Mil gracias, hasta el próximo lunes.

Correo: jeperalta@plazajuarez.mx

X: @JavierEPeralta

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