LAGUNA DE VOCES
Al final de cuentas, y aunque intentemos negarlo, la tierra también es un cuarto de cuatro paredes del que pocos pueden salir, y si lo hacen pesan tantas dudas que en poco son disipadas cuando observamos la luna en una noche limpia, y a la vista de un telescopio lo menos que podemos asegurar es que la fabricaron de cartón.
Cuando termina la vida, si antes no somos incendiados para quedar convertidos en polvo fino, igual nos encierran en una caja que es la misma habitación con las posibilidades antiguas de poder escapar, es decir ninguna.
Si por esas cosas de la vida nos vemos obligados a la ausencia de una oficina que convertimos en segundo hogar, primero pensamos que extrañamos la silla de rueditas que nos permite movernos de un lado a otro, el teléfono con altavoz que nunca funciona, los libros que se amontonan sin ningún sentido y a la espera de ser leídos, cables enredados de aparatos desaparecidos, la vieja persiana que se traba, periódicos viejos de lo que fuimos y ya no somos.
Sin embargo, nada de eso es lo que nutre el acto de extrañar. Alguna vez pensé que el dúo de fantasmas que de vez en vez se asomaban por la puerta, y puede que así sea.
Pero hasta hace unas horas supe que era al revés. Resulta que es la oficina que extraña a su ocupante, y por eso todo lo que permanecía sin vida de pronto empieza a caminar de nuevo. La extensión 102 suena melodiosa de pronto, y el que ya no estaba de pronto está, lo que quiere decir que somos indispensables para que por lo menos el teléfono cobre vida luego de meses de silencio.
No escapamos de las cuatro paredes, sean de un cuadrado, un rectángulo, un círculo o la forma que sea. Son cuatro porque así manda la costumbre y el hablar de todos los que se saben encerrados de manera momentánea o hasta la eternidad.
Solo la ausencia nos da testimonio cierto de que hacemos falta en alguna parte. Porque el libro preferido deja de tener sentido sin el lector, y por eso pensar en el egoísmo de coleccionar vida en un librero de cadáveres. La mejor apuesta es que otros disfruten lo que nosotros, aunque se acabe por comprobar que si es tonto el que presta la novela de su preferencia, más lo es quien la regresa. Pero solo así se le rinde tributo al que un día la escribió, que no fue para una sola persona, sino para todos los que pudiera tener a su alcance.
El hecho es que lo sin vida adquiere vida por nuestra presencia, y los pensamientos empiezan a golpear las paredes, a sonar como pequeños tamborcillos, a latir es la palabra, en un corazón que vuelve a emocionarse por la novedad que traerá la edición del siguiente día en el periódico.
Con todo y la impresionante rapidez de las redes sociales, aún buscamos rastros de nuestra existencia en los diarios, y guardamos la ocasión en que aparecimos en una fotografía, la boda, el bautizo, la graduación. Confeccionadores de impresos, nos emociona vernos una vez cada cuatro años como personajes de la noticia. Y es la única ocasión que traicionamos el principio de que lo importante es la información, no quien la firme.
Pero la oficina revive, y no es una simple palabra, es la certeza de que lo muerto adquiere vida. Se recupera del largo letargo, abre los ojos y nos saluda con singular belleza.
Era cierto: nos extrañaba, y por supuesto la extrañábamos.
El principal síntoma de que la salud mejora es que a rastras o a brincos, nos posesionamos de la silla que gira, le damos una, dos, tres vueltas y sentimos el mareo absoluto de que las cuatro paredes pueden ser el encierro, o la libertad, según lo veamos.
Mil gracias, hasta mañana.
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