Memento
“Tengo unos zapatos viejos y no los quiero tirar, aunque tienen agujeros, los aprecio de verdad, ellos son mi historia, mi pena y mi gloria, son mi personalidad”
Zapatos viejos – Gloria Trevi
La palabra zapato tiene una etimología algo incierta. Proviene del árabe ṣabbaṭ o sabat, que se refería a un tipo de calzado o sandalia. Otros lingüistas sugieren influencia del latín tardío soccus, que designaba un calzado ligero que usaban los actores en el teatro. En español, zapato llegó a designar cualquier calzado cerrado que cubre el pie, diferenciándose de sandalias o alpargatas. Curiosamente, en algunas regiones de Hispanoamérica, la palabra conserva formas y usos distintos, pero siempre ligada a la idea de protección y cobertura del pie.
No soy fan de Gloria Trevi; si bien “trato” de separar la obra del artista, en este caso tanto las obras como la cantante son bastante feas. Sin embargo, las líneas de esa canción expresan mucho de una obsesión que guardo con el calzado. Hasta hace poco conservaba unos tenis que me regaló mi compa, pero en la última usada se despegó toda la suela. ¿Y cómo no? Tenían más de diez años de uso.
Mido 1.90 de estatura, mi talla de calzado es 30-31 (sí, lamentablemente es un mito eso del tamaño del pie), por lo que encontrar zapatos de mi talla hasta hace unos años no resultaba nada sencillo, todo lo contrario. Cuando tenía 12 años, ya calzaba talla 7, y era difícil encontrar calzado chido y barato (sobre todo).
Cazar ofertas se convirtió en un modus vivendi, pues en ellas encontraba las tallas que regularmente no se vendían. En una ocasión visitamos un bazar; ahí aparecieron unos mocasines (raro) de mi talla (más raro) y baratos (rarísimo). La razón la conocí cuando alguien se burló de ellos, pues eran para mujer, una muy patona. La neta, me importó muy poco: de andar descalzo a eso, prefería las burlas. Además, encontré una virtud en ellos: eran comodísimos, en verdad muy suaves. Y entonces surgió otra obsesión: comprar calzado cómodo.
Y es que para esta generación en la que se ha normalizado —gracias a diosito— el uso de tenis, no es fácil imaginar lo incómodo que eran los zapatos antes: suela de cuero y resbalosa, piel muy dura y poco flexible, agujetas tensas. Después, en una oferta de Sears, encontré una marca, Flexi (que si gusta patrocinar esta columna, será bienvenida). Así es, desde chavo ya calzaba como godín.
Durante el bachillerato ahorraba parte del dinero que me daban, junto con el varito que me daba mi Awe por ayudarle y una que otra propina, y lograba comprar algunos tenis “originales” que resultaban un poco caros, pero era mi calzado deportivo y de uso diario, debido ello, máximo duraban unos cuatro meses.
Quizá por todo lo anterior me da por tener algunos pares. No me ha dado por coleccionar tenis o sneakers —como dice la chaviza—, porque sería un vicio muy caro y, pos, sentiría gacho andar pisando algo que puede valer un salario mínimo mensual. Eso sí, procuro invertir un poco en la calidad de mis cacles (del náhuatl cactli, que significa sandalia o zapato). He aprendido que consentir la espalda —con un buen colchón— y las patitas con un buen calzado, debe ser primordial.
La conseja de hoy:
Consientan a sus patitas, la mayor parte del tiempo tienen que cargar con toda su belleza. Y como diría mi Awe: “la chancla que yo tiro no la vuelvo a levantar”

