LAGUNA DE VOCES
El río siempre tiene que correr hacia alguna parte. Solo cuando la tierra se queda quieta hace lo mismo, se detiene, parece mirar el paisaje que embellece con su paso, pero que nunca sabe si de alguna manera cambia, porque su final es absoluto y jamás regresará sus pasos hasta su origen. Desde que nace conoce el final, pero juega con sinceridad la posibilidad de tomar otra ruta que no sea su cauce, hasta descubrir que no varió ni unos centímetros y que está condenado a extinguirse si llega al mar, a un barranco, a una cascada que lo único que le otorga de extra es mirarse caer y caer, pero sin lograr irse a otra parte.
Tenía razón quien dijo que los humanos somos iguales, metidos en un río que camina y camina para acabar donde empezó porque no hay otra posibilidad, porque es nuestro deber hacernos creer que tomamos decisiones capaces de transformar el sendero diminuto que llamamos vida. En realidad, no pasa nada, porque si tuviéramos la más mínima de las atenciones, descubriríamos que el que nos mira pasados cinco o diez años no cambió su gesto de cansancio y hartazgo que lo persiguieron desde que echó a correr en la mañana de su existencia.
Vaya que ni Yupanqui se dio cuenta cuando el río le gritaba al ser humano, “tú que puedes, vuélvete” me dijo el río llorando. “Los cerros que tanto quieres”, me dijo, “allá te están esperando”. Resulta que no es así, que es imposible regresar porque hay una corriente interna en toda persona que le obliga a seguir, a concluir el ciclo para el que fue creada, investida de una eternidad efímera, simple, fugaz, apenas visible.
Además que pasados los años empezamos a descubrir con sincera aflicción que ya no cambiaríamos nada de poder dar marcha atrás al tiempo, que así está bien, que es demasiado el peso que se tiene que cargar por una simple vuelta de tuerca a la realidad.
El río lo sabe desde siempre, y por eso no hace nada por cambiar su destino, mucho menos el camino que con seguridad es lo más importante, más que alcanzar una meta, una hazaña como sería caer del barranco más alto del mundo. Es lo mismo y le tiene sin cuidado que al final agua, lo sabe, acabará disuelto en un mar sin nombres, sin rostros, sin nada.
Mejor disfrutar el trayecto, mirar con atención, reconocernos entre los que también corren por todos lados quién sabe a dónde y por qué. Abrazar la esperanza de que con el amor, un día, igual que el río, salgamos del cauce, caminemos la vereda destinada los que recibieron en don una nueva mirada, que reconoce las mil y una variantes de un mismo destino, de un mismo sendero que es múltiple. Solo depende cómo se mire, cómo se nombre, cómo se diga, que el amor es la diferencia.
Mil gracias, hasta mañana.
jeperalta@plazajuarez.mx
@JavierEPeralta