LA RULETA
Camila Hernández Santamaria
Originaria del Estado de México, tiene 22 años de edad y es miembro
activo de la Asociación Civil Voy Trascendiendo en Pachuca, Hidalgo

Hace muchos años en el pueblo de Hualula, pasó algo inexplicable, en el barrio Hidalgo, vivía allí una mujer muy devota llamada Doña Lucia. Ella había enviudado y, cada Día de Muertos, preparaba con amor un altar lleno de veladoras, flores, comida favorita y pan para honrar a su difunto esposo, todo estaba lleno de colores, esperando su llegada.
Pero pasó el tiempo y Doña Lucia se enamoró y volvió a casarse con un hombre llamado Don Agustín, un hombre duro e incrédulo. Decía que los muertos no regresaban y que las ofrendas eran “tonterías de pueblo”. Por eso, le prohibió a su esposa poner altares, velas o rezos.
A pesar de sus palabras, cada 02 de noviembre, un viento helado soplaba por su casa, empañando sus ventas y las luces parpadeaban, como si el espíritu del difunto buscara entrar.
Una mañana de Día de Muertos, Don Agustín salió temprano al cerro a juntar leña. El cielo estaba gris y una neblina espesa cubría todo. Mientras caminaba, escuchó voces que lo llamaban entre los árboles:
- Agustín… ¿no crees en nosotros?
Con voces que se escuchaban a la distancia pero a la vez tan cerquita, él pensó que era su imaginación, pero las voces se acercaban, más y más. De pronto, vio figuras blancas y negras entre la niebla: eran personas sin rostro, cargando velas encendidas y flores marchitas. Caminaban lentamente, en silencio, como si flotaran.
Entre ellas, vio a un hombre que sostenía una veladora. Al acercarse, Don Agustín reconoció con horror al primer esposo de su mujer, aquel que había jurado no volver jamás. La figura lo miró con ojos vacíos y le dijo con voz hueca:
- Los muertos también tienen memoria…
Aterrorizado, Don Agustín corrió lo más rápido que pudo hasta llegar a su casa, temblando y sin poder hablar, contó lo sucedido y mandó a su esposa a poner una gran ofrenda con flores, comida y veladoras como antes lo hacía, su esposa se emocionó al poner cada parte de la ofrenda. Esa noche, el fuego de las velas estuvo presente, en ningún minuto se apagó, ni el aire se veía en aquel fuego.
Dicen que al amanecer, Don Agustín subió al cerro para alimentar a sus animales, pero tropezó y cayó por una pendiente. Cuando lo hallaron, tenía los ojos abiertos, la piel helada y una pequeña vela encendida entre las manos.
Desde entonces, los pobladores de Hualula aseguran que, cada Día de Muertos, una figura camina por los cerros con una vela que nunca se apaga. Y quienes no ponen ofrendas… escuchan su voz entre el viento. ¡No olvides a tus muertos… o ellos no te olvidarán de ti!

