MEMENTO
“Me verás volar por la ciudad de la furia, donde nadie sabe de mí y yo soy parte de todos.”
Soda Stereo – La ciudad de la furia
Emoción del francés émotion, que a su vez proviene del latín emotio, emotionis, que significa movimiento, agitación. Esta palabra deriva del verbo emovere, que es la combinación de e- (afuera) y movere (mover). Es decir: mover hacia afuera. Emotio no se refería al sentimiento como lo entendemos hoy, sino a un movimiento físico, como una sacudida. Con el tiempo, el término fue especializándose para referirse al “movimiento interior” que sentimos ante algo que nos afecta: miedo, alegría, tristeza, furia, etc.
El lenguaje verbal es ese montón de palabras que sí se pueden decir, de esas que salen de la boca, aunque a veces lo que no se dice, también se escapa. Y es ahí donde el cuerpo hace su chamba: con las miradas, con las sensaciones, con los retortijones de panza, con las manos sudadas que delatan nervios, con los tics que se escapan sin pedir permiso y hasta con esas ñáñaras que ni uno mismo sabe cómo explicar.
Sentir una emoción es como ser sacudido de adentro hacia afuera. Es curioso, porque, aunque las emociones nacen en el interior, su raíz siempre habla de movimiento, de algo que no se queda quieto, que se proyecta y termina saliendo de un modo u otro. Como si el cuerpo y la mente no pudieran contener todo ese desmadrito que se cuece adentro. Es como inflar un globo, que llega a un punto en que la presión es tanta que… ¡paw!, explota. Así son las emociones, el problema es que, a diferencia del globo, cuando explota una emoción, el que truena es uno.
Existimos personas que a las emociones tendemos a razonarlas, perdiéndonos con ello el poder experimentarlas. En ocasiones tienen que pasar 48 años para poder conocer esa experiencia y aunque pareciera mucho tiempo, al menos no fueron 48 años y un día. Un día más o un día menos, depende de la perspectiva.
Y está la otra cara de la moneda: quienes no solo sienten sus emociones, sino que las viven en carne viva y, además, empatizan con las ajenas, sin barrera alguna. Personas que pueden amar a la protagonista de la telenovela, que les duele cada una de sus penas y ríen con sus alegrías, pero así mismo pueden odiar al antagonista de la historia al grado de agredir a la persona que actúa ese papel. Del fútbol hablaremos en otra ocasión, porque un americanista como yo no es sencillo de comprender.
La gente estamos a un tris de volvernos locos, en la película “Un Día de Furia”, Michael Douglas, vive un día cotidianamente, hasta que una serie de eventos lo lleva a desconectarse, algo así como le sucedió a Aquiles cuando su compa Patroclo muere a manos de Héctor, él entra en un estado de furia tan incontrolable que, en venganza, mata a Héctor, amarra su cadáver a su carruaje y lo arrastra alrededor de las murallas de Troya. No fue planeado, fue dolor que se volvió rabia y la rabia se convirtió en asesinato. Y si bien, Doña Carlota -a quien algunas personas respaldan y otras repudian- por un momento de ir, irá a la cárcel por el resto de sus días; caso similar al de Fofo Márquez, quien cobardemente atacó a una persona por un detalle en un estacionamiento, o el de Pablo Lyle quien, por un roce automovilístico y un golpe bien dado, se llevó una vida entre las manos.
En muchos de estos casos, la emoción intensa eclipsa la razón. No son crímenes planeados, no hay premeditación ni alevosía, pero la ley juzga igual la consecuencia: alguien pierde la vida. Y el agresor enfrenta cargos, por más que «no era su intención».
Este tipo de actos nos recuerdan algo bien humano:
la diferencia entre un instante de control y uno de impulso puede cambiar tu vida (y la de alguien más) para siempre.
La conseja de hoy: No hagan bilis, cuenten hasta diez e intenten mantener el control de sus emociones, pero sobre todo acudan a terapia. Más vale una afinación a tiempo, que un ajuste completo.