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EL OLOR DEL MIEDO

Prisciliano Gutiérrez
7 Min de Lectura

Familia política

“Paz es algo más que ausencia de la guerra”.

Expresión popular.

Las batallas causan expectativas, de acuerdo a su importancia dentro de una conflagración mayor; son pequeñas escaramuzas en las cuales se van definiendo las mayorías y las minorías, en un proyecto que, por historia, por presente y por futuro, se presume democrático. 

Las micro disputas sirven para calentar los ánimos, mientras se acumulan en uno y otro lado de las facciones en querella, simpatizantes y detractores que esperan con confianza y miedo que llegue el rey de los combates. Todo aquél que participa, aunque sea de lejos, como simpatizante activo en una controversia política, se ve obligado (a) a fijar su postura sin que se propicie una mala interpretación por la tibieza de sus posiciones o por su extremismo rijoso. En política no hay nada más penado que jugar con ambas cartas. Los aprendices pretenden manejar todas las opciones en confronta; esto les da resultado un tiempo, pero normalmente terminan mal, por coquetos y codiciosos.

Cuando se consolidó en México el sistema de partidos, se dio una definición profunda en los parlamentos y en el campo. Las minorías se vieron reducidas a su mínima expresión, aunque se mantenían porque eran benéficas para legitimar los triunfos del mayoritario y evitar que se le considerase Partido de Estado, o peor aún: instrumento de una dictadura. Durante largo tiempo, sólo una institución partidista logró posicionarse en el panorama nacional; la visión del Estadista Plutarco Elías Calles logró que, prácticamente, todas las fuerzas emergentes de la Revolución Mexicana de 1910, se aglutinaran bajo las siglas del PNR, primero; después del PRM, hasta consolidarse como Partido Revolucionario Institucional. Una de las condiciones de su larga permanencia en el poder, se debió al celo con que cuidaba a su militancia. El PAN siempre ha tenido cierta fuerza como representante de las expresiones ideológicas de la derecha, en alianza con la iglesia católica; así, marcharon cada uno por su lado, en aparente respeto y con el disfrute que las minorías (PAN, PARM, PPS…) gozaban dentro de las leyes electorales de su tiempo. 

Cambiarse de partido era pecado mortal, un salto sin retorno, un estigma imborrable… Poco a poco las normas y la ética política se hicieron más sensibles; primero, se perdonó a quienes tenían el desliz de acercarse a la oposición en busca de una candidatura, la consiguieran o no. En los últimos tiempos, es lo más normal, casi un requisito de admisión, tan es así que los principales dirigentes de los partidos vigentes, tienen antecedentes de militancia en el PRI (AMLO, Monreal, Dante, Cuauhtémoc, etcétera). A nivel de los políticos de a pie, en el ámbito rural fundamentalmente, hay personajes que en un mismo día militan en tres partidos diferentes. Siempre terminan hablando mal de sus ex y bien de su jefe en turno; la fidelidad se cambia fácilmente por una promesa de lealtad eterna, la cual dura de tres meses a tres años; nunca es para siempre. 

Cada uno de los candidatos que surgen de estas expresiones partidistas, lo quieran o no, traen consigo el ADN tricolor que los hace tomarse fotografías abrazando a viejitas o jalándole los cachetes a un niño panzón: el populismo en toda su máxima y vulgarísima expresión. Una de las más divertidas formas que se advierten en los candidatos de nuevo y viejo cuño, es su incapacidad para desaprovechar la oportunidad de quedarse callados. Todos están enfermos de microfonitis aguda; ven un micrófono y no lo sueltan, cualquiera que sean los colores que ahora defienden, ya que las lealtades no importan, ayer se decían tricolores a ultranza, hoy, morenos de corazón, después serán tal vez verdes o fosfo fosfo. El color importa menos que el discurso, y éste no vale nada.

La lucha de facciones donde se advierten numerosos aspirantes a desempeñar papeles protagónicos, se reduce en realidad a dos corrientes más allá de los partidos. Si bien es cierto que éstos siguen estando en las bases de apoyo y representación de las candidatas, también lo es que ya están rebasados por la sociedad civil. Es claro que cualquiera de las dos que gane la contienda nacional, no lo hará con la fuerza de un solo partido. Una aspirante tiene el monopolio del dinero y las estructuras que le brinda el poder que aspira a continuar; la otra no tiene militancia partidista alguna, aunque para su postulación se ha valido de ella. Con la primera opción ganaría el “más de lo mismo”; con la segunda, la expresión del pueblo. Con la primera seguiría mandando la sombra del mesías, cuyo retiro a su rancho de rimbombante nombre, sería equivalente a la mansión del Maximato callista. El conflicto o el poder son las costumbres del actual mandatario, no sabe vivir fuera de ellos. Si llegara a triunfar esta opción, los mexicanos viviríamos el mismo infierno con diferente diablo y, de ganar la segunda, quién sabe si la fuerza de las instituciones sea aún suficiente para disciplinar al caudillo que se siente dueño del país.

Por eso, el aire en México huele a miedo, un miedo que no resiste la fuerza ineluctable de los votos cuando son por la mejor opción… aún así, existe el riesgo de equivocarse.

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