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domingo, noviembre 2, 2025

El espíritu de la colmena

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LA RULETA

ENID CARRILLO
ESCRITORA Y EDITORA. AUTORA DE LA NOCHE NUNCA TERMINA
(2019), UN REGALO DE LA LUNA (2021) Y DIVERSOS CUENTOS
PUBLICADOS EN MEDIOS IMPRESOS Y DIGITALES. BECARIA FONCA
2021-2022 Y ACTUALMENTE BECARIA DEL PECDA HIDALGO.

Su hijo amenazaba con matarla. Desde la lobreguez de su vientre, el pequeño Isaías consumía el tejido de su madre, le provocaba sangrados y vómitos que Ingrid resistía estoica, segura del milagro de la vida.

Aquel fue un embarazo difícil porque Ingrid fue una madre vieja. Los chamanes le habían dicho que su útero era como una semilla enferma imposible de germinar. Pero la mujer jamás se rindió, pues su vida dependía de su capacidad de gestar: corría el riesgo de morir colgada como todas las mujeres de aquella familia que no se convertían en madres.

Eso dictaba la tradición. 

Por eso, la madre y hermanas de Ingrid necesitaban que tuviera un hijo que la salvara de la muerte. Ante aquel deseo colectivo, las mujeres escogieron a uno de los jornaleros que servía para el apiario; él ayudaría a embarazarla porque Ingrid era fea y había sido incapaz de atraer a ningún hombre durante su juventud. Ya les había avisado la abuela Izamal que tenían poco tiempo antes de condenar a Ingrid al destino de la ceiba. Religiosamente, cada jueves después del rezo de hora santa, el hombre visitaba a Ingrid para lograr el embarazo, pero nada resultaba.

A la mujer le lastimaba el miembro correoso del jornalero y su aliento acre le daba asco. Durante el acto,  prefería no mirarlo, y prefería recordar que aquel dolor le daría al hijo que la salvaría de la muerte. Las hermanas hicieron novenas a las vírgenes y le dieron a Ingrid tés de hojas oscuras y amargas. Ingrid sentía que dentro de su cuerpo llevaba ya a su hijo, sólo tendría que encontrar la forma de conectarlo a la vida. Eso era lo que pensaba, que todas las mujeres traemos un hijo adentro, pero que algunas eligen mantenerlos en la oscuridad y alejarlos del chispazo de la vida.

Eso le pasó a la hermana de su madre, su tía Blanca, que nunca pudo sostener a un niño en sus entrañas porque las criaturas se le escurrieron todas por las piernas cada vez que se embarazó. Ella fue la última mujer a la que ahorcaron en la ceiba cuando Ingrid era apenas una niña. La tradición familiar así lo dictaba: todas las mujeres que llevaran el apellido Tunzab en primer o segundo lugar, habrían de traer un hijo al mundo antes de los treinta años. De no hacerlo, la mujer más longeva de la familia oficiaría su ahorcamiento en el árbol de ceiba.

¿Qué es una mujer sin hijos?, decía la abuela Izamal mientras se enjuagaba el sabor de la comida con mezcal. La mujer la pensaba una vasija vacía, pero Ingrid sabía que su hijo ya habitaba dentro de sí y sólo tenía que encontrar la forma de traerlo al mundo.

Ingrid era una maestra en el arte de criar abejas. Aquel oficio le había sido transmitido por su padre y sus hermanas, pero ella los superó a todos. Se convirtió en una especie de ama, abeja reina, que conocía la naturaleza de cada colmena. Por las madrugadas se dedicaba a limpiar el apiario porque era la mejor hora para evitar ataques y trasladar los enjambres que solía capturar. Como no tenía a quien cuidar, ella era la responsable de vender todo lo que obtenían de los animales: miel, cera, jalea real, propóleo y veneno. Alimentaba a los insectos con pedazos de sandía y azúcar morena, y recogía con ternura a las crías calcificadas en la colmena. 

Admiraba el espíritu que movía ese nido, aquella fuerza que parecía guiar sus actos y que le daba un sentido a su organización. Allí le vino la idea de usar la miel para curar su herida materna. Se dio baños con jaleas para sacar la amargura de su cuerpo, se entregó con serenidad a los encuentros con el jornalero y, al siguiente mes, no vino la sangre. Así supo que el embarazo se había logrado. Aquello había sido un milagro de las abejas.

Sus hermanas la alimentaron con leche de cabra para garantizar que estuviera sana. Durante la gestación, Ingrid hirvió sus anillos y cadenas de oro para luego tomar el brebaje pues, según la tradición, eso haría que el niño se agarrara al vientre y no hubiera desprendimientos.

El zumbido de las abejas fue la canción de cuna de Isaías, el primer sonido que escuchó en su recibimiento a la vida. Resultó ser feísimo, pálido y flacucho. Pero como tenía que ser, su madre lo adoraba. Ingrid lo amamantaba con un placer enfermizo, y el niño era como un monstruito melífero que chupaba de las mieles agrias de sus senos. Pero algo en la mirada de la abuela Izamal estaba descompuesto, en ella había despertado una necesidad por alimentar a la ceiba, que parecía hambrienta después de tantos años, por eso le ofreció cacao y calostro de oveja para que Ingrid estuviera sana y pudiera amamantar a su hijo.

Aquel fue el único acto de amor que Ingrid recibió de la abuela en toda su vida. Pensó que ahora que se había convertido en madre, Izamal la consideraría un miembro importante de la familia. El niño tendría unos tres meses cuando comenzó a retorcerse. Apenas quería comer y tuvo vómitos y diarreas que lo enfebrecían. Los dolores le hacían arquear la columna vertebral y torcer la cabecita hacia atrás, como poseído por espíritus. Su mirada se perdía en el aire. Ingrid lo desnudó para bajarle la fiebre, a través de la piel de la columna vio cómo cientos de gusanos se alimentaban de su hijo. 

En ese momento quiso rasgarla y sacar a los gusanos, aplastarlos con sus propias manos y destrozarlos bajo sus pies. Sabía que, si no hacían algo, Isaías moriría muy pronto, y después lo haría ella a manos de la abuela.

Las hermanas de Ingrid no podían soportar que aquel niño, por el que habían luchado tanto, hubiera llegado defectuoso y estuviera a punto de mandar a su hermana a la tumba. 

En esa familia jamás habría espacio para hijos enfermos ni defectuosos, no lo habría tampoco para malas madres y, mucho menos, para desobedecer a la abuela Izamal, que en sus trenzas llevaba entretejidos los cabellos de todas las nietas.

Los pronósticos no eran alentadores para Isaías. A pesar de los esfuerzos de Ingrid por curarlo con todo lo que venía de las abejas, el niño arqueaba el cuerpecito por el efecto de los gusanos en la columna y había dejado incluso de llorar. La madre de Ingrid llevó al chamán, que sólo pudo persignarse cuando vio la espalda del pequeño con los gusanos comiendo de su interior. Le dijo que eso se pasaba en la leche de los animales, pero que era muy tarde para cualquier remedio. Ingrid pasó la noche rezando mientras arrullaba a su hijo junto al sonido de las abejas. El niño falleció por la mañana.

Y como nada es de una mujer sin hijos, ahora que Ingrid ya no servía. Encabezadas por la abuela Izamal, las hermanas, la madre y todas las mujeres Tunzab, escoltaron a Ingrid ante la ceiba.

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