LA RULETA
CELESTE VÁZQUEZ RESÉNDIZ
MAESTRA EN PSICOTERAPIA HUMANISTA, LICENCIADA EN PSICOLOGÍA ORGANIZACIONAL Y ESPECIALISTA EN PSICOTERAPIA EXISTENCIAL CON MÁS DE 15 AÑOS DE EXPERIENCIA, CELESTE ES DIRECTORA DE LA ASOCIACIÓN CIVIL “VOY TRASCENDIENDO” Y FUNDADORA DEL “GRUPO PSICOTERAPÉUTICO DE MUJERES”, ADEMÁS ES CAPACITADORA CERTIFICADA Y CONFERENCISTA.
CELESTE SE DISTINGUE POR SU COMPROMISO CON EL APRENDIZAJE PARA ENSEÑAR, SU LABOR HUMANITARIA Y SU VISIÓN DE TRANSFORMACIÓN SOCIAL. SU FILOSOFÍA DE VIDA: “SOLO BASTA UNO PARA HACER LA DIFERENCIA”.

Cuando vas al dentista, lo más incómodo – aparte del taladro que suena y te retumba los oídos – es a dónde tienes que ver.
Siempre he pensado que deberían poner una pantalla o mínimo un juego de “encuentra la
figura en un mar de escenas”; así uno se puede entretener y distraer la mente mientras escucha y huele tan feo.
Pero pues como que no se les ocurre, así que no podías ver más que sus ojos color miel, percibir su aroma y sentir cómo estaba pegado a mi brazo. Me sentía un poco incómoda, pero no puedo negar que estaba guapo.
A veces me volteaba a ver y me seguía contando cosas de su vida mientras se pegaba más. Al inicio yo decía que, pues, era parte del proceso, quizá por mis cachetes regordetes no alcanzaba, hasta que sentí como que algo se movía. Y pues sí, los ojos no mienten. Hasta se me olvidó el méndigo taladrito.
Al final siempre platicábamos en su escritorio, reíamos y a mí me encantaba. Sí, me encantaba él, y hasta le agarré gusto a ir al dentista: incluía arrimón y buena charla.
Ese día me tocaba la limpieza bucal. No me dio tiempo de ir a mi casa y del trabajo pasé directo.
Llevaba vestido y no me preocupé porque me puse el saco en las piernas para que no se me viera nada. Él, con mascarilla y ya todo listo para iniciar el proceso, me dijo:
- No te preocupes, aquí nadie te ve. Si se cae el saco, no pasa nada. ¿Estás segura?
Palabra mágica que retumbó en mi mente: “¿estás segura?”.
¿Estaba segura de qué? ¿De que algo más pasaría? ¿De que no pasaba nada si se me veían los calzones? ¿De que estaba segura con él? Pero nunca pasó por mi mente algo como: “¿estás segura de que él es un buen médico?”.
Al terminar la limpieza, pasó su mano por mi pierna; la piel se me erizó y me dijo:
- Tranquila, no va a pasar nada de lo que tú no quieras.
Acomodó el saco, el respaldo empezó a subirse y crucé la pierna. Esta vez no pasamos al
escritorio, nos quedamos ahí. Acercó su silla de rueditas, puso su mano en mi pierna cruzada y solo platicamos. Él insistía:
- ¿Por qué te espantas cuando te toco? Cuéntame, ¿qué pasó en tu historia?
Mientras yo hablaba, él acomodaba mi cabello detrás de la oreja y sonreía dulcemente.
Pasaron varias sesiones; incluso en una no avanzamos en mi tratamiento porque platicamos todo ese tiempo.
Cuando me despedía de él, me abrazaba fuerte, hasta que un día tomó mi rostro y me dio un picorete. Me sorprendí, y él carcajeó:
- Tranquila, no va a pasar nada que no quieras.
Pero para ese entonces… pues yo ya quería todo.
Estás de acuerdo que, siendo joven, sin experiencia, y él, mayor, guapo, amable, atento,
cariñoso, comprensivo… sí, yo era una presa fácil. Acababa de terminar la licenciatura, tenía
muchas heridas; la más profunda, la del abandono. Y él, como decía mi tío Arturo, era un lobo viejo de mar.
Del picorete pasamos a las caricias, a los besos más intensos, a los elogios a mi cuerpo, a
sentirme segura con él. La confianza era tanta, y la apertura también, que me platicaba de otras personas con las que había estado antes:
- No sé por qué me encantas tanto. Todas han sido bajitas, güeritas, de color rosado, algunos detalles… y tú eres frondosa.
Es evidente esa red flag; para mí en ese momento, no.
Pasaron varios meses; la pasábamos muy bien.
Mi tratamiento seguía, pero cada “ufff” que nos acordábamos… Él insistía en que mejor
sacáramos una muela, que sería más fácil y menos doloroso para mí.
Confié en él, sí, así como ya lo había hecho en todos. Me encantaba ver el color miel de sus
ojos… hasta que la sangre salpicó su mascarilla. Su pupila se dilató; cada vez que pasaba, lo disfrutaba más.
Terminé adolorida, y ese día no tuve ni ganas de platicar. Me fue a dejar a casa, y no dejaba de pensar en esas pupilas, pero entre el dolor y ver lo detallista que fue al dejarme todo listo en casa para descansar, se me olvidó.
La siguiente semana, en la intimidad, se había vuelto más brusco, dominante y atrevido. Para mí, la aventura seguía subiendo de nivel. Hasta que un día salió del consultorio y me quedé viendo una película que había descargado en su laptop personal. Cerré la película sin querer y, al buscarla, había una carpeta que me impactó: las fotos de los casos más difíciles.
Me ganó el morbo y fui bajando para ver más. Él llegó por la espalda, me dio un beso en el
cuello y me dijo:
- Baja más, vas a conocer algo más de mí.
Había chicas con mordazas, en diferentes posiciones. Le dije:
- ¡Eres sádico!
Y me dijo:
- Sí, ninguna de esas fotos son mías, pero es una colección privada.
Volteó la silla y me empezó a besar tan apasionadamente que solo accedí.
Él se volvió “mi protector”. Si yo necesitaba algo, él estaba en lo físico, económico y emocional. Había amigos que no le gustaban, mi familia estaba lejos de mí, así que él iba en las noches a revisar que todo estuviera bien.
La noche donde todo sucedió, él subió de nivel. Me pidió que experimentáramos nuevas cosas que, al final, no fueron agradables para mí, pero sí para él. Me contó que de niño mataba a los gatos de la colonia, que a un perro le había prendido fuego; que al inicio era tan gratificante oler la carne quemada, pero después le preocupaba que sus papás se enteraran y dejó de hacerlo.
- Nadie conoce esto de mí, eres la única —me dijo.
De pronto, una nueva paciente apareció: una Polly Pocket, pequeña, rubia, con facciones de niña, y a él le encantó.
Me fui alejando, y él buscaba la manera de que no fuera por mucho tiempo, hasta que un día me dijo:
- Me enamoré de ti, pero mi instinto es estar con ella.
Se terminó.
Pasaron los años y, a veces, añoraba sus atenciones. Nunca lo hablé con nadie. Habían pasado cosas más importantes en mi vida que ese capítulo; ni lo recordaba.
Hasta que recibí un mensaje: “Una amiga necesita tu ayuda, atiéndela”.
Le dije que no, porque había una relación cercana.
Pero un colega la apoyaría. Al mes, en los periódicos, se veía la imagen de la chica. La
encontraron en un lote, con las manos amarradas y marcas de heridas. Nicol era su nombre.
Tenía 16 años, y una piedra en la cabeza había acabado con su vida. Me impactó, y sonó mucho tiempo esa noticia. Nunca se dijo qué había pasado.
Ximena fue la siguiente, en Mineral de la Reforma.
Carla fue encontrada en su departamento: era estudiante de enfermería, y su hija de 10 años la descubrió en su cama. Salió corriendo a decirle a su vecina.
Ese año fueron muchas las encontradas. Terminó esa racha hasta que encontraron a José, un hombre robusto, mecánico, que vivía en la López Mateos.
Cuando Paty, su hija de 16 años, llegó a consulta, no podía hablar. Su tía me dijo que no comía, había dejado la escuela y no quería vivir con su mamá.
Salió a la sala de espera, y me quedé con ella.
- ¡Hola! Si no quieres hablar está bien, este es tu espacio seguro —le dije.
Se soltó a llorar desgarradoramente…
El título de los diarios fue:
“Amante mata al esposo y a una pequeña de 10 años; sobrevive adolescente de 16 años. Fue ultrajada, mutilada y se arrastró varios metros tratando de salvar a su hermana.”
A la semana fue capturado el asesino de varias víctimas encontradas. Era el amante de Lucía, esposa de José, quien descubrió que andaba con su esposa… y con su hija de 16 años.
El padre, enloquecido, fue al consultorio del violador de su hija, quien lo recibió con un bisturí, cortándole la garganta y salpicando el lugar de sangre.

