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sábado, diciembre 13, 2025

Aida

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Durante la segunda mitad del 2020 muchos permanecimos encerrados. Yo, particularmente, quedé recluido en una recámara que mis papás me cedieron. Médicos ambos, vivían en un torbellino de cansancio y protocolos. Me instalaron en su habitación —baño incluido— para que no pusiera un pie fuera. A ratos sentía que, más que protegerme, me estaban exiliando. Ellos llegaban, se desvestían en la cochera y comenzaban su ritual de descontaminación. La casa era su territorio; podían andar desnudos sin preocuparse por mi presencia.

A inicios del semestre la conocí. Una chava recién llegada de la sierra, diminuta, de piel clara, con esa mezcla de timidez y firmeza que seduce sin proponérselo. Me atrapó desde que la vi al otro extremo del edificio de la facultad. Me acerqué sin pensar: torpe, ansioso, pero impulsado por esa convicción absurda que surge cuando uno decide enamorarse. Le dije mi nombre. Ella me susurró el suyo: “Aida”. Sentí cómo se me erizaba el cuerpo desde los tobillos.

Intercambiamos Instagram y, desde ese día, vivimos en los DM. Enero y febrero se nos fueron en mensajes, memes y fotos suficientes para hacernos creer que la vida tenía ritmo. Nos gustamos rápido; ya éramos quedantes cuando se acercaba el 14 de febrero. Yo, aplicado, había pedido por Mercado Libre un peluche ridículamente tierno para formalizar. ¡Mi madre no parió un tibio!

Ella aceptó. Pasamos de los besos tímidos al roce creciente; de la torpeza a las caricias. Era una relación bonita, sí, pero el deseo crecía con más prisa que nosotros. Ella vivía sola en una pensión. Sus papás habían sido tajantes: “No vas a salir con tu domingo siete; allá vas a estudiar, no a repetir historias”. Sus hermanas mayores terminaron la prepa casi entre pañales y partos; no querían que Aida pasara por lo mismo.

En mi casa, en cambio, la sexualidad era el pan de cada día. Con dos médicos en casa, hablar de ETS era tan habitual como desear los buenos días. Había condones por todas partes y folletos pegados en la pared como decoración hospitalaria.

Los besos se volvieron trámite; lo sustancial ocurría entre nuestras manos y nuestras bocas. Un par de veces terminamos en sexo oral, jadeando entre risa y urgencia. Estábamos a nada de hacerlo. Solo nos faltaba tiempo.

Planeamos que nuestra primera vez fuera el día del solsticio de primavera. Iríamos a las pirámides en Teotihuacan, absorberíamos energía solar y, por la noche, nos escabulliríamos para dormir juntos. La fantasía estaba armada.

La pandemia había comenzado en China, pero en México todo parecía un rumor lejano. Para mediados de marzo, mis papás recibieron la advertencia: el virus ya estaba aquí. Donde antes había condones ahora había cubrebocas, galones de gel, cajas de Lysol.

El 30 de marzo se emitió la alerta sanitaria. Mis papás cancelaron mi viaje dos semanas antes. Con los días, supimos que algunos asistentes habían dado positivo. Teotihuacán había sido un caldo de cultivo.

Los primeros días de encierro fueron tediosos: un poco de clases, un poco de televisión y demasiado internet. Los packs quedaron archivados y dio paso el sexting; luego, por falta de piel, las videollamadas eróticas se volvieron nuestro placebo sexual.

Como princesa exiliada, Aida regresó a su pueblo. Ahí no pasaba nada… ni la señal del teléfono. Internet era un milagro ocasional. La distancia comenzó a ampliarse: primero los silencios, luego las respuestas tardías, después ese tono que anuncia que algo se está apagando. Su voz se volvió eco.

Mi prisión de cuatro paredes, si bien contenía todas las comodidades, no dejaba de ser prisión. El contacto con el mundo solo era a través de las redes sociales: Twitch, Discord y esas cosas. Mi apariencia mutó hasta rozar lo indigente: barba irregular, ojos rojos, horarios disueltos. Meses después, Aida era ya un recuerdo luminoso y carnal. Mis fantasías no encontraban sosiego ni en mi mano más devota. Probé de todo: texturas, temperaturas, inventos improvisados. Nada suplía su ausencia.

Una tarde, mientras veía el techo sin esperar nada, un pedazo de pared cayó junto al clóset. Quizá el yeso no resistió los portazos. Me levanté con pereza, recogí el fragmento y lo tiré. Minutos después miré la grieta recién formada. Hubo algo en la forma que me detuvo. Y entonces lo vi.

Aida.

O una parte de ella.

Una pareidolia anatómica perfecta.

Bajé de la cama, de la cama, me acerqué a gatas y la toqué con la punta de los dedos. La textura era absurda, casi familiar. Parpadeé varias veces, como queriendo reiniciarme. Pero ahí seguía.

Después de un rato, una idea me cruzó de golpe: “¿A qué sabrá?”.

No lo pensé. Me acerqué. Probé. Esperaba polvo, humedad, tierra. Pero no. Sabía a ella. Exactamente a ella.

Lo que siguió fueron horas delirantes. La grieta cedía a mis embates, se ensanchaba con docilidad. Para la noche, mi lengua entraba completa. La dejé lacerada; a cambio, obtuve una calma que no conocía desde hacía meses.

Al despertar, mi primer impulso fue regresar. La lengua estaba hinchada, pero eso no me detuvo. Usé los dedos ensalivados; hacia el mediodía ya entraban dos.

El tiempo pasó. La pandemia terminó. Mis papás insistían en que saliera, que recuperara la vida. Me negué.

No pienso dejar a mi Aida.

No permitiré que nos separen.

Ella es mi mundo. Mi todo.

Hoy ya no necesito salir de mi cuarto.

Tengo todo lo que necesito.

Una novia en la pared.

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