Por el derecho a existir
Cuando llega la temporada del maíz, no solo florece el campo: también se despierta la memoria colectiva. La tierra respira con nosotras y el maíz, ese grano sagrado que es raíz, cuerpo e historia viva. Pero en estos tiempos de agroindustria, monocultivos, políticas extractivistas y masculinización del campo, ¿qué queda de ese tejido que antes unía a las comunidades en torno a la milpa?
Desde los relatos que compartimos, la temporada del maíz nos invita a recuperar el sentido profundo de sembrar y cosechar. No se trata solo de producción: se trata de comunalidad. En las comunidades originarias, la cosecha siempre ha sido un acto colectivo, donde el excedente no representa ganancia económica, sino la posibilidad de compartir, de resistir juntas la escasez, de sostener redes que cuidan. En esas prácticas está el germen de otro mundo posible. Aun frente al mercado, incluso las elotadas por simples que parezcan son actos profundos de rebeldía frente a la lógica del lucro.
El maíz no es mercancía: es madre. Lo saben bien las abuelas que, en la Huasteca y en tantas otras regiones, siguen limpiando mazorcas al calor de la leña. En lugares cercanos a mí, como Acaxochitlán, las niñas aún aprenden a nixtamalizar con las manos húmedas de historia. No es nostalgia: es una herencia viva, un conocimiento que resiste, aunque también cabe la crítica sobre perpetuar los roles.
Hoy, los transgénicos contaminan nuestros maíces nativos, los gobiernos imponen paquetes tecnológicos que ignoran y desprecian nuestros saberes ancestrales. Se dice que “sin maíz no hay país”, y esa frase, tan arraigada en nuestro ser colectivo, se refleja incluso en la vida cotidiana: uno de los momentos más odiados al acudir a consulta con una persona profesional de la nutrición es cuando se nos pide dejar la tortilla.
Y es que, mire usted, el maíz no es solo un carbohidrato: es parte de nuestras raíces, de nuestra subsistencia, de nuestra identidad. Cuando nos imponen modelos de educación alimentaria importados, basados en cuerpos europeos o norteamericanos donde el maíz no es eje de vida, pareciera que negarnos a dejar la tortilla es un berrinche… pero no lo es: es un acto de dignidad.
Volver al maíz es volver a nosotras. Es defender nuestros territorios, nuestros cuerpos, nuestras formas de cuidar y de resistir. Es seguir sembrando comunidad, como nuestras abuelas, con las manos llenas de tierra y de memoria.