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Hidalgo
lunes, diciembre 23, 2024

Una tarea que reclama nuestro tiempo

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TIEMPO ESENCIAL (IX)

Me encuentro en  casa y percibo la presencia de quienes se encuentran en su interior. Salgo a la calle y me envuelven otros olores, colores y movimientos; me dirijo a mis quehaceres igual que quienes se cruzan en mi camino, afanados en llegar a su destino. Oigo conversaciones que se aproximan y alejan en unos instantes y hago, con su presencia, palabras, expresiones y movimientos ciertas inferencias inconscientes semejantes a las que le permiten a una hormiga orientarse con sus antenas en el intenso movimiento del hormiguero. Estas experiencias no lo son todo, pero conforman mi idea inmediata del mundo y la de quienes, en cierto modo, comparten conmigo el mismo lugar, tiempo y circunstancias.

Pero como a todos, ellas me llevan a conclusiones apresuradas de la realidad; considerando que lo circunstancial es la realidad entera, y que nuestra experiencia circunstancial del mundo es el mundo mismo. 

La mente suele hacerlo así, antes que la razón intente ordenar sus experiencias  mediante algún procedimiento que permita traducirlas a nociones, conceptos, juicios, argumentos o teorías; obligando a aquella, a reconsiderar lo que los sentidos le informan sobre la realidad mediante alguna forma de ordenamiento racional. 

Dicha orden nos conduce por necesidad, a revisar nuestros conocimientos  surgidos de esas experiencias  de sentido común, a las que  consideramos usualmente como “ la realidad”, y que pueden llevarnos a creer, equivocadamente que ellas son “el mundo real” o la “verdad”,  tal y como las percibimos.

Pero el conocimiento empírico o de sentido común no son los únicos que pueden conducir a un engaño o error. Existen otras formas de conocimiento que van más allá de ellas. Así sucede con la creencia; es decir, cuando damos por cierto algún pensamiento muy convincente, más no confirmado por el juicio razonable o los datos objetivos, sino basado en afirmaciones que proceden de opiniones provenientes de fuentes a las que concedemos una autoridad intelectual, científica o moral sobre nuestro propio conocimiento, pero que no comparamos suficientemente con otras que pudieran brindarnos mayor información, sobre todo cuando la primera pueda resultar cuestionable. 

Eso sucede con frecuencia en materia de creencias, política o comunicación  masiva, en las que se suele argumentar con datos aparentemente incontrovertibles, pero que con un poco de atención  nos mueven a dudar de su  veracidad, de sus pre-juicios, aunque como sabemos, no es fácil desprendernos de ellos.

Por eso es difícil encontrar  un político que  reconozca que sus contrincantes puedan tener mejores razones que las suyas; ni un fanático que reconozca la verdad o bondad de creencias ajenas; o un árbitro que se eche para atrás después de marcar una falta, por equivocados que estén.     

Sucede también que tanto los conocimientos de experiencia, como  las creencias y hasta de la ciencia, son refutados por otros de su mismo género; y que por tal razón se llegue a concluir que no existe conocimiento ni creencia verdadera; cayendo entonces en el escepticismo, una actitud sana para la investigación empírica, pero letal para las posibilidades de la razón como generadora de conocimientos confiables o verdaderos.

Como se sabe, durante siglos la humanidad creyó que el sol se movía alrededor del planeta; de lo cual se derivaron descubrimientos astronómicos, matemáticos y  geométricos complejos que,, acumulados permitieron descubrir que en realidad el planeta giraba en torno al sol, lo que cambió no sólo la ciencia, sino la religión, la navegación y la política; pero dejando la duda en la razón como fundamento de la verdad, surgiendo de ahí el escepticismo moderno  

Pero reconocer que un conocimiento puede ser falso, no nos conduce necesariamente a afirmar que no haya conocimiento verdadero; porque una cosa es que todo lo que sabemos es  falso, y otra, afirmar que alguno no pueda ser verdadero. 

Es cierto que  no podemos creer que todo lo que vemos o nos dicen es verdadero, y otra negar que una inteligencia entrenada puede hacernos comprender que algo es verdadero de forma absoluta, relativa o probable.  

Y entonces nuestro pensar toma otro sentido. Porque no sólo vamos a creer o descreer, sino dejarlo de hacer ingenuamente. La realidad de las cosas, los juicios o los datos con los que se argumenta la verdad de algo, pueden ser certeros; pero para saber que lo son o no, deben pasar por la prueba de los principios que guían a la razón y estar en posibilidad de afirmar la verdad absoluta, relativa o probable de nuestras experiencias, creencias o razonamientos. 

Y esa es la tarea principal de la filosofía, entrenarnos para distinguir entre la verdad y la falsedad, lo real o lo irreal de los hechos, o lo bueno y malo de las acciones morales; porque mediante sus criterios podemos reconocer si cualquier actividad humana es verdadera o falsa, real o irreal, digna o no de reconocimiento, aceptación y cultivo. 

Pero si con lo dicho podemos deducir que todo conocimiento y experiencia humana requiere saber si lo que conoce, investiga o experimenta es real, verdadero o bueno y cómo lo es, no por ello podemos afirmar que tales pretensiones estén presentes en los conocimientos, capacidades, hábitos o valores que recibimos en la educación de nuestro tiempo; porque intentar tales propósitos, no es objeto de la atención de sus expertos, empeñados en proporcionar saberes útiles, eficientes, eficaces y valiosos en términos de productividad y competitividad sistémica.   

Para una educación basada en esa escala de valores no resulta necesario; por ejemplo, que quien estudia leyes sea un conocedor y defensor de la justicia, pues el éxito de un abogado consiste en dominar los códigos, procedimientos y técnicas jurídicas sin parar mientes en aquella; ni el médico requiere conocer cuál es la esencia de lo humano; a pesar de que por decenas atiende diariamente en hospitales, clínicas y consultorios a seres humanos. Igualmente, el conocimiento de quien enseña puede reducirse a transmitir sus conocimientos con las técnicas más apropiadas, sin saber en qué consiste el bien humano  puesto que para eso educa. 

De esa manera, se instala socialmente una forma de conocer, donde la realidad se confunde con lo que hacemos o queremos hacer y no con el  sentido de lo que hacemos y sabemos; lo que sentimos y queremos. 

Y así sucede también  en la vida productiva, donde en último término son la productividad y la utilidad, los que determinan nuestra acción diaria partiendo de la premisa de que sólo lo útil es bueno; dejando a un lado el problema de qué significa ser bueno y cómo podemos encontrar en nuestras acciones y nuestras ideas, la forma de comprendernos y entendernos más allá del practicismo convertido en norma general de la convivencia humana.   

Y no es que personalmente juristas, médicos, investigadores, educadores y hombres y mujeres “comunes y corrientes” dejemos de percibir la necesidad de comprender lo que realmente le da sentido e interés a nuestras propias tareas y vocaciones; sino que por circunstancias históricas sabidas la formación del profesionista, el investigador, el educador o el ciudadano común, fueron concentrándose en sus “tareas prácticas”, sin pensar que éstas no son valiosas por sí mismas, sino porque son el resultado de la experiencia y la razón humana,  históricamente situadas las que determinan su valor o necesidad; valores que, en medio de una crisis mundial generalizada, han terminado por desgastarse  hasta llevarnos a tal grado de confusión, que terminamos por valorar más la “no-verdad”, que la verdad; la vida que la muerte; el tener sobre el ser, cancelando al conocimiento de su potencia transformadora y trascendental, necesarias para construir nuevos caminos que permitan  superar los efectos devastadores de la renuncia que hemos hecho de la razón.  

La filosofía puede hacerse presente entre nosotros cuando hemos llegado a tal grado de empantanamiento; más no como un conocimiento abstraído de nuestra realidad cotidiana, sino plenamente relacionado con ésta; y no solo a la manera de un saber propio de especialistas encerrados en sus cubículos,  sino en la soledad de los sujetos, la familia, la comunidad o la sociedad,  donde surgen o concurren opiniones, dudas, conflictos y conjeturas. 

Ese es el propósito que nuestro Tiempo Esencial se ha impuesto, dar paso al pensar filosófico en la casa común de los hidalguenses, tarea a la que invita a unirse a todos sus amables lectores. 

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