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lunes, mayo 12, 2025

The Last of Us: ¿somos lo que queda o lo que hacemos?

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ESPEJOS DE LA REALIDAD

Cuando empecé a jugar videojuegos, me sorprendió la manera en que estructuraban las historias. La trama estaba cuidadosamente construida, los guiones eran sólidos y los personajes complejos. En los primeros minutos de The Last of Us, despiertas como Sarah, una niña de 12 años. Confundida y asustada, busca desesperadamente a su padre, quien, al llegar, le dice que deben salir de la ciudad. En la televisión, las noticias anuncian un brote de infección cerebral, una plaga que convierte a las personas en criaturas violentas. Mientras intentan escapar, la ciudad se sumerge en el caos y la destrucción. La tensión aumenta, hasta que llega la última escena.

Tras un accidente que voltea el coche, Sarah queda gravemente herida. Joel, su padre, corre hacia ella, la carga y la lleva a un lugar más seguro. Pero en el momento de mayor desesperación, cuando los monstruos ya no son la amenaza, sino la cruel humanidad, aparece un soldado. Joel, con la voz quebrada, le suplica que no les haga daño. El soldado, obedeciendo las órdenes de su walkie-talkie, le responde a su superior que: “Es solo una niña”. Sin embargo, las órdenes no daban espacio a la duda. El disparo es fatal. En ese último suspiro, una niña inocente se desangra en los brazos de su padre.

En apenas 15 minutos, el videojuego nos introduce en un mundo donde la violencia no tiene piedad, donde la muerte no distingue entre lo justo y lo injusto, donde el sacrificio y la pérdida marcan el inicio de un viaje que, como jugadora, te sumerge por completo. Me parece que, a diferencia de la serie televisiva, el videojuego permite un acercamiento mucho más íntimo. No lo ves desde una perspectiva externa, sino que lo vives en primera persona. Si eres como yo, lamentas la muerte de una hija que jamás tuviste, justificas los actos violentos que después comete Joel, y sientes que la historia está más allá de la violencia en sí. Este curioso fenómeno, donde te sientes verdaderamente conectada con un acontecimiento ficticio, se llama inmersión emocional, donde no solo estás observando, sino que vives la tragedia de una forma visceral.

Me he cuestionado, entonces, si este juego no va en contra de lo que suelo defender: el hecho de consumir violencia en un país rodeado de muertes todos los días, de desaparecidos, de narcotráfico. Pero, ¿es esto puro entretenimiento? ¿No nos está poniendo frente a una realidad mucho más profunda de lo que pensábamos? The Last of Us no solo presenta la violencia como un medio de entretenimiento, sino como un comentario sobre lo que podría ser la verdadera naturaleza humana. A través de la violencia, nos confronta con nuestras decisiones, con lo que estamos dispuestas a hacer por sobrevivir, con lo que realmente significa ser humana. Este videojuego, a pesar de su ambientación apocalíptica, se convierte en un ensayo sobre nuestra moralidad, sobre la forma en que justificamos nuestras acciones, especialmente cuando la supervivencia se convierte en el motor de cada decisión.

Como pueden leer, no puedo evitar emocionarme al escribir sobre esto. Seguramente este no será el último texto que le dedique. En The Last of Us Part II, la historia se adentra aún más en la oscuridad: los personajes son devorados por la lógica de la venganza. Se suman figuras como los Serafitas, un culto religioso violento que impone su fe con sangre, o los Lobos, una organización militar que, aunque antagonista, también cree estar haciendo lo correcto. En este mundo colapsado, cada grupo actúa bajo su propia idea de orden, y como mujer que juega —que juega de verdad—, te ves obligada a habitar zonas grises, a cuestionarte, a sentir culpa, compasión o furia.

The Last of Us no busca solo que juegues: quiere que sientas. Que te ensucies las manos, aunque sea con controles. Que experimentes, al menos por unas horas, lo compleja, dolorosa y contradictoria que puede ser la humanidad cuando todo lo demás se derrumba.

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