RETRATOS HABLADOS
La frase atribuida a Platón, “sólo los muertos han visto el fin de la guerra” —aunque discutida su autoría— resuena con una actualidad brutal, porque parece escrita desde el espejo del tiempo: no hay tregua verdadera en la historia de los hombres. Solo hay pausas entre una destrucción y otra, paréntesis entre guerras declaradas y silencios disfrazados de paz.
El escenario que hoy vemos, comandado por un personaje como Donald Trump, que hasta hace poco resultaba cuando menos gracioso. Lo que vivimos hoy no es, en verdad, sorpresa para nadie. Sería ingenuo decir que no lo vimos venir. Asistimos como espectadores y cómplices a la creación de un mundo donde la guerra ha dejado de necesitar pretextos; se ha vuelto atmósfera, forma de gobernar, lenguaje cotidiano. En las sociedades modernas, algo se ha quebrado: una crisis que ya no es sólo económica o ideológica, sino existencial. El ser humano ha dejado de encontrar sentido en lo que hace, y en ese vacío ha surgido el hartazgo. Un hastío de todo, incluso de la vida misma.
Erasmo de Rotterdam, en el siglo XVI, advertía ya con lúcida ironía que “si hay algo en la vida humana que conviene afrontar con vacilación… es sin duda la guerra”. Hoy, sin embargo, la guerra se abraza sin dudas, como si fuese solución y no síntoma. Como si el caos fuera preferible al orden porque el orden ya no satisface, ya no emociona.
La paradoja es aterradora: aquellos que llegan al poder lo hacen no para sostener el mundo, sino para precipitar su ruina. Es una suerte de suicidio anticipado, un impulso terminal que recuerda a la “pulsión de muerte” freudiana, aplicada no ya al individuo, sino al cuerpo social entero. Esos hombres —de carne, de traje, de botones nucleares— parecen convencidos de que solo aniquilándolo todo puede curarse esta angustia histórica. La extinción como cambio de realidad. El fin como redención.
Nietzsche lo formuló con violencia cruda: “La guerra vuelve estúpido al vencedor y rencoroso al vencido”. Pero, ¿y si ya no hay ni vencedores ni vencidos? ¿Y si sólo queda la máquina del poder girando sola, sin piloto, disparando por inercia, como un tren ciego? Quizás ahí se complete la metáfora: esta civilización, que quiso ser invencible, terminará autoeliminándose por no haber encontrado en la vida una razón más profunda que el consumo, la competencia, el dominio.
Sin embargo, valga el consuelo, tal vez no se trate de profecías, sino de ciclos. Como escribió Stefan Zweig, “solo quien ha conocido la claridad y las tinieblas, la guerra y la paz… solo este ha vivido de verdad”. Y quizás eso es lo que busca esta época desquiciada: sentir algo real, aunque sea el colapso.
Lo que viene —si es que algo viene— no será un reinicio automático. Será el silencio. Tal vez en ese abismo se geste la posibilidad de una vida nueva, más honda, más sabia. Porque hay un fondo que, cuando se toca, ya no se puede fingir humanidad. Hay que volver a crearla.
Pero hasta entonces, como en el eco de Platón, el fin de la guerra lo verán solo los muertos. Los vivos, mientras tanto, seguiremos sentados al borde del abismo, viendo cómo los que tienen el dedo en el botón lo miran cada vez con más deseo. Como si pulsarlo no fuera una tragedia, sino una salida.
Porque hemos visto tanto, padecido tanto, que con buena, o mala suerte, tal vez lo sea.
Mil gracias, hasta mañana.
@JavierEPeralta