PEDAZOS DE VIDA
Cuántas veces dejamos que las palabras se queden enclaustradas en nuestro pensamiento debido a que no nos atrevemos o incluso no consideramos que sea necesario que broten, se quedan ahí acumuladas, adheridas al sarro de la amargura, almacenadas con los sentimientos reprimidos y las risas que no nos permitimos.
Y cuando el tiempo nos alcanza, ese sarro emocional no se puede quitar, se queda como sentimiento que no florece, como una semilla que no se pudre, que está ahí latente, convirtiéndose de vez en cuando en un nudo en la garganta que te hace sentir pero que no te deja llorar.
Algunas ocasiones esos sentimientos que no son malos, con el tiempo, se cubren del sarro de la nostalgia, se vuelven una capa de arrepentimiento, y se extienden desde el corazón a otras partes del cuerpo, conforme el tiempo pasa el sarro acumulado se endurece y comienza la asfixia de la persona, su rostro se frunce y la amargura emerge.
En las mejores condiciones, cuando la persona busca disimularlo, surge la sonrisa hipócrita y los ojos de falsedad que tratan de reflejar una felicidad inexistente. Entonces, en el ocaso de la existencia vienen los recuerdos de aquellos platillos que nos privamos, de aquellas prendas que guardamos para una ocasión especial que nunca pudimos concretar, de aquellos momentos en los que pusimos por encima otras actividades que al final no fueron tan buenas ni retribuyeron tanto como hubiéramos querido.
Así es cuando el corazón se llena de sarro, de ese sarro que apaga la luz de los ojos, que enmudece la parte halagadora y de gratitud que tiene nuestra lengua, así es el sarro de la amargura que una vez que cubre el corazón convierte a la persona en un autómata que vive en los recuerdos, que radica en la añoranza de un pasado que no se puede reponer, una persona que ha dejado de vivir porque creyó eso era la vida y que comenzó a morir antes de tiempo.