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viernes, agosto 1, 2025

Recuerda que debes olvidar

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DE FICCIONES Y FIGURACIONES

«Y es tan largo el olvido.»

Pablo Neruda

La memoria se convirtió en una de mis obsesiones el día en que mi abuela se levantó de la cama sin recordar su nombre. A diferencia de otras veces, aquella mañana no perdió las llaves, su monedero ni su bolsa. Lo que extravió fueron tres letras que contenían toda una vida: «Eva».

Desde que tengo memoria, nosotros le decimos «Aquica»: una mujer amplia de alma, amorosa desde la raíz, brillante de intelecto, tan fuerte de espíritu que, si el término resiliencia hubiera estado de moda en la década de 1950, la vida la hubiera premiado con el calificativo de resiliente. Pero entonces sólo había la palabra entereza. Es decir, desde muy joven fue una mujer entera. Hoy le faltan algunos recuerdos.  

Su pasión por el arte visual y la literatura aceitó sus neuronas durante décadas. Pintó retratos de memoria, les escribió poemas a personas que, años después, se desvanecieron en recuerdos y se sabía cada bendita palabra de los versos de Rubén Darío: desde los que contiene el libro Azul hasta otros que ya no recuerdo. Con el ejemplo, me inculcó su gusto por el arte y las letras, e indirectamente me enseñó desde muy niño a vivir como quien narra una novela infinita, como quien escribe recuerdos sobre la memoria.

Debido al peso del tiempo, Aquica es hoy una mujer pequeñita de ochenta y todos los años. Su cuerpo es frágil, encorvado, y tiene unos ojos de agua que parecen murmurar gritos que quizá buscan revelar que ella –la verdadera ella– se encuentra perdida en una dimensión diferente a la nuestra. Aunque está ausente por las dificultades mnésicas de la demencia –como si alguien la hubiera arrancado del mundo–, a veces siento que su mirada no se ha ido. Que ella, en esencia, sigue ahí, escribiendo de una forma distinta. Que con sus ojos me recuerda y, por tanto, me reconoce.

La memoria es una de las más grandes proezas de la evolución humana. Tanto, que algunos consideran que es precisamente lo que nos hace humanos. Nos reconocemos en el espejo gracias a que registramos lo que somos y, más interesante aún, quiénes somos. Nos reconocemos en los otros porque recordamos que son parte de nuestra comunidad, que somos un fragmento diminuto de una totalidad.

La existencia de la memoria ha sido un misterio porque parece un milagro cómo y con qué evocamos, y en dónde guardamos nuestras vivencias. Los expertos atribuyen la producción del recuerdo a los caballitos de mar que nadan en nuestra masa encefálica, el hipocampo. El almacenamiento se logra en la corteza cerebral, mientras que el aderezo sentimental de los recuerdos es dado por esas almendras de carne que llaman amígdalas.

Ahí –como si se tratara de una cicatriz o un tatuaje– se mantienen nuestro nombre, el de los padres, el de los hijos y las personas de quienes alguna vez nos enamoramos; ahí está lo que hicimos ayer y hace diez años; lo que comimos en el desayuno de esta mañana y en la cena de la Navidad pasada. Si alguien nos pregunta quiénes somos, naturalmente escarbaremos en el pasado cristalizado en nuestras neuronas para responder. Soy el que soy, diremos sin pensarlo mucho.

Hasta aquí, todo lo que somos está en una entraña de kilo y medio: el encéfalo. Unos más aventurados, como los neurocientíficos de la Universidad de Harvard y especialistas del Centro de Regulación Genómica de Barcelona (CRG), aseguran que no sólo recordamos con el cerebro, sino que cada célula de nuestro cuerpo tiene una especie peculiar de memoria (Current Biology, V. 34, 2024). Como sea, gracias a nuestros recuerdos es que podemos ser alguien en la fiesta de la vida.

Henry Bergson decía que toda sensación es memoria. Todo recuerdo, entonces, parte de la interacción de nuestros sentidos con el entorno. En El bazar de la memoria, la doctora Verónica O’Keane considera tres elementos fundamentales para la construcción del recuerdo: el espacio, el tiempo y la persona. En este triángulo, los sentidos son el conectoma de sus vértices. «La sensación es el hilo que alimenta el telar de la comprensión y la memoria», señala la psiquiatra irlandesa.

En el recuerdo hay pequeños estímulos que nos conducen a grandes momentos de nuestra historia personal, cabezas de hilo que, al jalarlas, deshilachan una prenda entera. Para Roland Barthes, en la fotografía existía el punctum, el fragmento de la imagen que punzaba profundamente una herida del observador. Un perfume particular, el sabor de un pan dulce, el platillo favorito de quien ya no está o las tres letras que conservan los momentos que marcaron la vida de una mujer son el punctum de la existencia. Hay detalles que, al manipularlos, al evocarlos, se expanden al infinito.

El olvido –la antítesis de la memoria– es un proceso tan necesario como el de generar recuerdos. Desconectar sinapsis en ciertas zonas cerebrales, deshacer nudos del alma.

Si, como un personaje de Jorge Luis Borges, fuéramos capaces de guardar en la mente cada segundo de nuestra existencia o, mejor dicho, si fuéramos incapaces de olvidar, probablemente rozaríamos la locura. Olvidamos para sobrevivir, para sentir menos aquellos sucesos que nos hacen sentir todo. Bendito sea el olvido, entonces.

Sobre el peso de los recuerdos y la fortuna de olvidar, un día de mi adolescencia mi abuela me dio un consejo que escribí en piedra: «Recuerda que hay momentos y personas que debemos olvidar para llenar esos espacios con momentos y personas que nos acerquen a la felicidad». Cuánta razón: olvidar a veces para andar más liviano; recordar con el corazón a aquellos que merecen quedarse. 

Tal vez, por motivos que la rebasan, yo ya no esté presente en el recuerdo de mi Aquica, pero la mantengo viva en estas palabras con las que intento trazar su silueta. Así la guardo en la memoria, de la misma manera que ella me enseñó: escribiendo. Reescribiéndola para volverla a pasar por el corazón.

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