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jueves, noviembre 7, 2024

Reconocer la ausencia, reparar el daño

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TIEMPO ESENCIAL (II)

La primera entrega de Tiempo Esencial, intentó responder a la pregunta sobre la posible existencia de una filosofía hidalguense, con la que iniciamos la tarea de ésta columna.

La respuesta quedó pendiente, pues ni las autoridades estatales, ni las instituciones que deberían explicar las causas que les impide impartir la carrera, ni aquellos hidalguenses que hipotéticamente la cultivan por su propia cuenta, respondieron a nuestra petición.

 Para atenuar esa indolencia, hemos de explicar las causas por las que la filosofía no ha echado raíces en nuestro terruño, tomando en cuenta las circunstancias históricas, culturales y de otra índole, para explicar las razones por las que florece o no la filosofía en ciertos lugares, como lo hicieron algunos filósofos famosos del pasado.

Como ejemplo tenemos a José Ortega y Gasset, quien atribuyó la pobreza filosófica de la España de su tiempo al carácter de sus habitantes, poco inclinados a la reflexión profunda y sistemática de las ideas; o al filósofo Martin Heidegger, quien, por el contrario, llegó a pensar que sólo el pueblo griego en la antigüedad y el alemán en los tiempos modernos, poseían  las capacidades suficientes para pensar filosóficamente.

 No obstante, Ortega y Gasset  consideraba, en la más célebre de sus frases que “Yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella, no me salvo yo”;  por lo que todos los seres humanos debemos, en principio, desarrollar una filosofía que responda a su propia realidad; pues como cualquier comunidad o individuo, somos producto de ella, y sólo con su atención y cuidado podemos superar las limitaciones que las circunstancias nos imponen.

 No han sido menos influyentes en la historia de la filosofía en nuestro medio, las descalificaciones a la capacidad intelectual y moral de nuestros pueblos y culturas; expresadas desde la perspectiva de la cultura dominante, que compara nuestro grado de desarrollo intelectual con el de las naciones europeas o angloamericanas.

Lo que ellas no explican, es que el grado de desarrollo de las naciones dominadas por Occidente, no son sino la manifestación de una realidad que comparten y determinan a éste con ellas, y que las diferencias del saber y el poder, son producto de una relación de poderes materiales y espirituales que no se han desarrollado equitativamente, sino a conveniencia de los poderes dominantes.

La filosofía en nuestro continente y la mexicana en particular, surge originariamente bajo el signo de la dependencia: primero, de la filosofía escolástica heredada por España; más tarde, de la filosofía moderna de la Europa protestante y burguesa y sus múltiples secuelas contemporáneas.

 Y si bien durante su gestación como nación no faltaron intelectuales lúcidos que dieron muestras de pensar filosóficamente por cuenta propia, no fue sino hasta el siglo XX cuando surgen los primeros intentos sistemáticos por construir una filosofía mexicana, como fruto intelectual de nuestras experiencias y reflexiones históricas; buscando respuestas a las interrogantes más acuciosas sobre la esencia de lo mexicano, y su distinción de otras formas de pensar, sentir y hacer en el resto del mundo.

Coincidiendo con las conmociones sociales, políticas y del pensamiento del siglo XX, la filosofía mexicana alcanzó la conciencia de su identidad tras la Revolución Mexicana (1910-1920), distinguiéndose como una tradición  filosófica que no solo se cultivó en las aulas universitarias, sino por igual en los campos de la cultura, el arte y el debate público; en los que actuó como motor intelectual de una sociedad ávida de encontrar su propia identidad, y crear una realidad más justa y libre.

Con la fundación de la Facultad de filosofía y letras (1924), México experimenta un renacimiento de la filosofía con la presencia de pensadores de todas las tradiciones y corrientes filosóficas de aquellos tiempos, quienes encontraron un espacio de libertad  poco común en otras naciones; pues basta recordar el rechazo de los regímenes autoritarios de Alemania, Italia, España y hasta en los Estados Unidos a las filosofías materialistas, o de los regímenes socialistas a la filosofía idealista, y aún el cierre de la carrera en diversos países de América Latina a lo largo del siglo XX.  

Sin embargo, a partir de los años sesenta y por efecto de los movimientos sociales y estudiantiles en su contra, el estado mexicano adopta una actitud autoritaria frente a los estudios humanísticos, propiciando la radicalización política de algunos de sus integrantes y auspiciando la agresión contra las facultades de filosofía, literatura y ciencias sociales en diversas universidades.

En la década de los ochenta, el paradigma nacionalista del estado mexicano deriva hacia el paradigma postmoderno, que impacta al campo filosófico con el pensamiento pragmático-utilitarista; y la filosofía académica toma distancia de los problemas existenciales y “los grandes relatos metafísicos” del pasado, ante la irrupción de “giros” filosóficos del lenguaje, de la acción pragmático-comunicativa o la complejidad y otros que, si bien brindaron mayor rigor a su ejercicio, la alejaron de las calles, las plazas, las pasiones políticas y los problemas cotidianos del hombre común y corriente.

Pero frente a todos estos acontecimientos y vicisitudes, la casa hidalguense permaneció ajena, en silencio, con la luz apagada y las puertas cerradas; como si a los veinte mil y pico de kilómetros cuadrados que conforman su territorio, los rodeara una muralla virtual montada deliberadamente para separar a sus habitantes de su influencia; limitándose a tomar contacto con la filosofía, sólo como un elemento  pedagógico más; necesario para complementar la educación “científica” de bachilleres o profesionistas, y no como un campo de conocimiento autónomo por derecho propio; alejándola así a las nuevas generaciones de su formación integral y marginándola del diálogo público.

Saber un poco más de esa historia de olvido, nos permitirá tomar en serio la ausencia de la filosofía en Hidalgo y nuestra propia indolencia ante ella, como primer paso para tomar consciencia de la parálisis intelectual en la que nuestra sociedad ha vivido, al permitir la normalización de discursos dogmáticos e ideológicos sedimentados a lo largo de los años en el imaginario colectivo, hasta convertirlos en estructuras de sentido y significado del mundo y la vida tan petrificados, que hemos terminado por considerarlas como parte del ser hidalguense,  indiferentes a sus efectos nocivos sobre nuestro pensar, sentir y actuar cotidianos.

Ojalá que éstas reflexiones puedan contribuir a vislumbrar las causas por las que hemos sido tan poco dados al pensar filosófico y, menos aún, para ejercerlo públicamente. Los hidalguenses no carecemos de capacidades para su práctica y es seguro que entre nosotros, hay quienes pueden orientar a los interesados en ella impulsando las vocaciones que permitan desarrollar sus potencialidades; especialmente entre los niños y jóvenes, pero no menos en adultos y ancianos, pues nunca es tarde para comenzar a filosofar.

Bajo esas premisas, estamos seguros que podemos encontrar una respuesta a la pregunta inicialmente planteada: ¿existe una filosofía hidalguense?; pues su negación inmediata no cancela la posibilidad de su futura presencia; antes bien, reconociendo su ausencia como una relevante falta a la razón, la libertad, la vida del espíritu y el bien común, es como puede nacer en nosotros la  voluntad y la exigencia de lograr su reparo inmediato. Sólo cayendo en la cuenta del tamaño de la falta podrá surgir la respuesta colectiva que haga presente a la filosofía en Hidalgo.

“TIEMPO ESENCIAL”, COLUMNA DE MIGUEL ÁNGEL SERNA ALCÁNTARA. TEXTO REVISADO PARA SU EDICIÓN, DE LA VERSIÓN PUBLICADA EN EL DIARIO PLAZA JUÁREZ, AÑO 12, NO. 4587, “Tiempo Esencial (II)”, del lunes 16 de OCTUBRE de 2017/REVISIÓN: M.A.S.; 260722/ Reedición: Plaza Juárez, Lunes 29 de julio de 2024.

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