LAGUNA DE VOCES
En la isla perdida había vivido la mayor parte de su vida y era feliz. Tan pequeña y alejada de la civilización, comprendió que la soledad no era tanta si aprovechaba el día para volver a contar las hojas que caían del árbol del pan, el único sobreviviente de la última tormenta que duró más de una semana. Cuando tenía siete años miró de frente un rostro humano, y el gusto por hablar con alguien que lo hacía de igual manera no duró más que unos años, luego de lo cual regresó a la costumbre de platicar con las sombras.
Alguna vez estuvo a punto de trepar hasta lo alto del cerro que le daba refugio contra el calor, y una vez arriba gritar para que alguien acudiera a rescatarlo, pero decidió que lo mejor era conservar ese lugar a prueba de gente que luego regresaría para apoderarse de sus recuerdos, y eso le preocupaba mucho.
Los últimos años de su existencia los destinó a escribir en un cuaderno algunos remedios contra la insolación, la sed, pero lo que más llamo la atención por evidentes razones, fueron los que podían curar el grave síntoma de los que padecen la soledad, la real, no la inventada ni la que algunos dicen tener simplemente porque no tienen con quien estar.
Primero se dio a conocer lo que ese hombre perdido, o escondido es la palabra exacta, en una isla, entendía por la mentada soledad.
Algunos no le entendieron y achacaron sus decires a la locura, pero otros dijeron lo contrario y esa es la razón de que hoy sea un clásico para evitar que algún ser humano se tire por la venta, tome veneno o se acuchille en el corazón hasta el último suspiro.
Sin embargo, de lo que puedo citar de memoria, una frase es la que anoto a continuación, seguro con algunos errores, pero completa en el concepto.
“La soledad es un don que algún Dios, que debe existir, otorga al ser humano para que pueda vivir. No consiste en estar solo, tampoco en sentirse miserable, sino en poder alejarse de uno mismo para ser el universo entero”.
De este modo las cosas quedaban un poco más claras, pero a muchos les duele en el corazón no tener palabras que los nombren, y por lo tanto les permitan vivir. Cualquiera se desaparece si no lo pronuncian, y eso todos lo sabemos. Pero en el mundo simple que todos habitamos eso puede ser el equivalente de un contrato mercantil, en el que uno paga para que no lo olviden.
El solitario de la isla, anotaba en su escrito, logró que un día cualquiera fuera el universo mismo quien lo nombrara, lo pronunciara, lo hiciera eterno sin el problema de la muerte, porque quien se escucha en la danza de los luceros, luego entonces vive para siempre.
Sin embargo, es imposible lograrlo si no se está en una isla perdida en el mar, y un árbol del pan con todo lo que ya se sabe que puede existir en una playa, lo acompañan. Es decir que la soledad común y corriente puede llevar a la eternidad.
A falta de playa puede ser una oficina, una recámara, un espacio de donde no salga la mínima variante de sonido, y mucho menos que alguien imprudente se atreva a entrar.
Sin soledad no hay posibilidad alguna de que las estrellas, meteoritos, lunas y demás, pronuncien tu nombre, a no ser que se te exprima el corazón y sus cometas rojos como marte lo hagan. Pero en todo caso es una variante muy peligrosa.
Mil gracias, hasta mañana.
Correo: jeperalta@plazajuarez.mx
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