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viernes, octubre 3, 2025

Que lo injusto no me sea indiferente

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Por el derecho a existir

Tiempos vertiginosos nos acompañan, las manecillas del reloj avanzan al ritmo del conflicto, tensiones por todas partes del mundo, desde lo local hasta lo internacional, guerras, invasiones, disputas. Un campo fértil para el ejercicio del poder. 

Y es ahí donde vienen a la mente las palabras de León Gieco, interpretadas entre otras personas por la gran Mercedes Sosa “que lo injusto no me sea indiferente”, un llamado a la memoria, a la acción por la paz. ¿Pero qué es la paz? ¿Ausencia de conflicto? ¿Qué es más allá de una paloma que poco a poco se ha vaciado de valor?

Escribo un dos de octubre en la comodidad de un sillón, 57 años después de uno de los eventos que replanteó el sistema político con el movimiento estudiantil de 1968, ese que año con año nos recordamos: ¡2 de octubre, no se olvida! Es la consigna de la memoria, es la consigna que se resiste al abandono. 

Hace unos días, apenas el 26 de septiembre se escucharon de manera casi esporádica el conteo de los 43, mismo que 11 años atrás trajo consigo la exigencia en las calles de las ciudades, por la exigencia de la aparición con vida, de los normalistas, una aspiración que hoy se mira diluida al paso de los años. 

En tiempo actual, activistas mexicanos que viajaban a brindar ayuda humanitaria a Gaza, en la Flotilla Global Sumud, se encuentran interceptados por el ejército israelí, en este contexto de hechos y recuerdos, se entrelazan las luchas pasadas con las presentes, como si el tiempo no fuera una línea recta, sino un espiral que nos devuelve constantemente a los mismos dilemas: la justicia, la memoria, la dignidad.

La indiferencia es cómoda, silenciosa, pero también cómplice. En un mundo donde el dolor ajeno se consume como noticia fugaz, donde los algoritmos deciden qué merece atención, resistirse a la indiferencia es un acto político. Es mirar de frente lo que incomoda, lo que duele, lo que exige un cambio profundo. 

La paz, entonces, no puede ser entendida como simple ausencia de guerra. Es mucho más compleja, más profunda. Es justicia social, es acceso equitativo a derechos, es respeto a la diversidad, es verdad y reparación. La paz no se decreta, se construye, y para ello se necesita memoria activa, esa que no se conforma con recordar, sino que impulsa a actuar.

Hoy, mientras escribo, pienso en quienes han levantado la voz, en quienes han marchado, en quienes han sido silenciados. Pienso en los estudiantes del 68, en los normalistas de Ayotzinapa, en los activistas que cruzan fronteras para defender la vida. Pienso también en quienes desde lo cotidiano resisten, educan, cuidan, denuncian. Porque la paz también se teje en lo pequeño, en lo íntimo, en lo comunitario.

Que lo injusto no me sea indiferente, repito como mantra. Que no me acostumbre al horror, que no me paralice la impotencia. Que la memoria sea brújula y no ancla. Que el pasado ilumine el presente y nos impulse hacia un futuro más justo.

La historia nos ha enseñado que el silencio puede ser tan violento como las armas. Por eso, cada palabra escrita, cada consigna coreada, cada acto de solidaridad, es una forma de romper ese silencio. Es una forma de decir: aquí estamos, no olvidamos, no nos rendimos.

Y aunque el camino hacia la justicia parezca largo y lleno de obstáculos, cada paso cuenta. Cada gesto importa. Porque en tiempos vertiginosos, donde todo parece desmoronarse, sostener la esperanza es también una forma de resistencia.

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