LUZ DEL PENSAMIENTO
Seguro esta escena le resulta familiar: entra al transporte público, toma asiento y las sillas están rasgadas. Tal vez haya habido algún valiente, que con una llave talló su nombre o por lo menos el apodo con el que lo nombran sus amigos. Otro más astuto tomó un plumón y dibujo penes o maldijo a su ex. Si va en un camión encontrará que los asientos de piel o tela están quemados ¿cómo queman un asiento con colillas sino se puede fumar dentro? Esas son interrogantes que nunca tienen respuesta cuando se habla del daño a lo público. Ahora imagine que está a punto de bajar a su destino, verifica por la ventanilla y no le cuesta nada, alguien ha despellejado tramo por tramo la película polarizada de las ventanas, se acerca a la puerta para bajar en su parada y se da cuenta de que alguien bastante cauto a prevenir las urgencias urbanas, astutamente ha modificado la frase de la unidad: “no recargarse” por “no cagarse”, evitando bochornosos malentendidos por si más de uno pensaba hacer algo más antes de descender. Al bajar, mira que las paredes poseen una segunda capa con grafos interesantes para los antropólogos del futuro, que narran cosas como el nombre de una pandilla, a veces solo mensajes y gramáticas inentendibles o algunas cartas de amor desesperadas. El graffiti no es lo único que se siembra en las calles, las paredes blancas y las banquetas pálidas se amarillentan con la orina de un pobre vagabundo o la de un oficinista ebrio que no sabe cómo regresará a casa. Si las paredes hablaran nos dirían muchas cosas, pero si las banquetas y todo lo público lo hicieran, seguro que explotarían de rabia.
Lo genuinamente interesante del daño a lo público no es que simplemente nos afecte a todos, sino que es algo en lo que todos hemos participado y sido cómplices al menos una vez. Desde basura lanzada a la calle, pasando por colillas en las banquetas, hasta tal vez romper alguna flor o planta de jardines para ver si “pega la patita”. El problema del daño a la propiedad pública es que, por lo menos en pequeña escala, es complicado no contribuir al mismo desgaste de este y que, hasta cierto punto, es inevitable este tipo de conductas en el grado minoritario y más recurrente. Los personajes que roban cables, material de construcción y adornos de plazas y centros, aunque dañan la propiedad pública, no lo hacen bajo la intención de dañarla, en realidad, solo lo ven desde lo económico. No se roban las coladeras para hacer daño a la gente, al estado o su comunidad, lo hacen porque se venden a un buen precio por kilo.
Los grandes robos y los daños a gran escala no son la intención de este texto dado a que, si bien son recurrentes, no lo son al grado de daños a la propiedad pública, que son poco notorios, aunque rutinarios. Pero, ¿por qué dañan lo público? Un caso puede ser mucho más esclarecedor a la hora de poner sobre la mesa este tipo de conductas, es algo que sufre día con día el personal de limpieza de clínicas u hospitales públicos: es el estado en el que les dejan los baños. Hasta eso, un baño público en un hospital no es tan concurrido como si lo es el de una cocina o de un concierto, sin embargo, las más de las veces, implican un reto fuerte para el personal de limpieza acostumbrado a diversas barbaridades, es un tipo de reto tan ensañado que no deja indiferente a ninguno. Si bien los baños de los hospitales no son tan recurridos, en estos lugares hay un componente emocional bastante notorio.
En el servicio de salud, el personal muchas veces es indolente, apático y, a modo general, poco humanitario. En varias ocasiones los servicios hospitalarios y la supervivencia encuentran trabas burocráticas o físicas, y cuando la desatención no es el pan de cada día, las negligencias médicas esperan bajo las sombras apareciendo bajo un cruel azar. Este tipo de atención, más cuando la salud está de por medio, es un caldo de cultivo perfecto para que las personas trasgredan las instituciones o, simbólicamente, a las personas que ese día las representan. Así, las obras de arte repugnante que hacen muchas personas en los baños de estos lugares cobran otro sentido, no es solo burlarse de las personas que le han atendido, lanzan su furia y su rabia, embarrando de ella misma a los lugares que ellos transitan. Les dejan una sorpresa a modo de agradecimiento por los malos tratos. Pero una evidencia latente de su sentir.
Acá parece que este tipo de casos en especial tienen respuesta, pero otros daños a la propiedad pública aún tienen mucho al aire, sin una falta de explicación concreta. A estos actos y muchos de violencia en general, le queda perfectamente a la medida un concepto llamado acting-out, pero de ¿qué trata este mecanismo? La idea simple de este es que las pulsiones e instintos violentos de los seres humanos están siempre en vigilia, es por obra de otros mecanismos que estas pulsiones encuentran salida en alternativas mucho menos agresivas y mejor aceptables como el boxeo, la música fuerte o el arte. Es cuando una de estas pulsiones no encuentra una salida sana y se muestra tal como es que se cae en lo patológico. El acting-out son todas estas descargas inconscientes de agresividad que solo dejan a la persona perpleja, dubitativa sobre porque reaccionó como lo hizo.
El daño a lo público es un acting-out, una salida violenta de energía inconsciente, que por falta de trabajo en sí mismo, no ha encontrado más que esa salida. Bajo la influencia del acting-out se daña el inmobiliario, se arruinan los adornos nuevos de las calles, se rompen máquinas de calistenia, se arrancan árboles recientemente donados, se desueldan las ya pocas bancas públicas sin arquitectura hostil, los cada vez más infrecuentes botes de basura son destruidos dejando que la basura nuevamente se trague las calles, el transporte público termina devastado cada final de cada ruta; aunque para muchos países este transporte siempre ha sido la alternativa moderna a las crisis urbanas.
¿Entonces ya está? ¿La destrucción de lo público solo es producto del acting-out de gente inconsciente y autodestructiva con serios problemas mentales? Si fuese tan sencillo ya se hubiese implementado un programa de psicoterapia o incluso talleres o materias escolares especializadas en la gestión de estos temas. La razón por la que esto no pasa es porque el problema es más rentable que la solución. Pero además lo es porque el concepto de los impuestos es tan abstracto que mutila la subjetividad, la individualidad y el valor personal de cada centavo es puesto bajo el nombre despersonalizante de: recurso público. Por ese mecanismo, en el que los impuestos ni siquiera parecen algo propio (o que vino de uno), es que la propiedad pública tampoco lo aparenta. Ver a los impuestos tan lejanos hace que el daño a estos tampoco se vea como algo importante, ni grave. Sin embargo, esta ilusión se mantiene en tanto que esta retorcida perspectiva de la propiedad no es responsabilidad de que el individuo esté demasiado ciego o dormido, como si fuera tan fácil que solo buscara los lentes adecuados. Las ideologías individualistas del siglo XXI tienen diferentes puntos con los que moldean el deber ser de la vida de cada sujeto, parasitan nuestros deseos y aparentan ser el destino o, al menos, el modo en que se encontrará nuestra propia felicidad. Pero una de ellas enjuicia la idea de propiedad y a lo público lo hace ver como mediocre, se rechaza por que se le asocia a algo indigno, pobre, peligroso o marginal.
Pero la destrucción de lo público no se mantiene únicamente desde un polo económico. En tanto que se paga a sí misma e, ideológicamente, se rechaza o evita su uso para ahorrar costos extra; es evidente que la destrucción de estas propiedades también tiene como utilidad un alivio psicológico. De hecho, se establece un ganar-ganar, pues los deseos de incitación y agitación social son cansados poco a poco con el daño a la propiedad pública: nuestro rascador de gatos comunitario es una gran solución a la energía psíquica producto de rabia hacia injusticias estructurales, es rentable porque se paga a sí misma. Para algunos profesionales de la salud mental sin escrúpulos, seguro que esto será un problema individual y digno de ser medicado o rehabilitado. Esto no significa que dañar la propiedad pública sea revolucionario, antisistema o punk, todo lo contrario, es la mejor forma de hacerse de la vista gorda e ignorar un problema social.
Claro que para varios preservar lo público no tiene nada de urgencia, miran con desdén el camión o la combi, se mofan de la gente apretujada mientras intentan presumir buenos autos que solo pueden manejar a vuelta de rueda en los embotellamientos interminables. Se puede hacer caso omiso de lo público, incluso podemos reducir su tamaño, podemos evitarlo hasta que las carteras aguanten. Pero el problema de lo público es que no se puede escapar de ello, mientras exista lo privado habrá algo público esperando a quienes no pueden permanecer todo el tiempo en un modo de vida, aunque sea ligeramente menos apretada. Los giros de la vida tienen un papel sumamente presente, y más en la economía, no hay que ver con desprecio el hoy que siempre se puede convertir en el mañana.