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viernes, agosto 8, 2025

Pare de sufrir

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DE FICCIONES Y FIGURACIONES

«Miles de millones sufren lo suficiente como 

para necesitar ayuda de algún poder superior.»

Martín Caparrós

Un domingo cualquiera, afuera de un edificio enfrente de la Alameda, una colombiana ofrecía folletos como quien reparte degustaciones de jamón en el súper. Estaba uniformada. Vestía una playera rojo chillón con un estampado amarillo que rezaba: DIANÉTICA. Así, con mayúsculas. Contra todo pronóstico, me ofreció otro tipo de embutidos: «¿Quieres saber los secretos de la consciencia?», aventó en seco como para intrigarme. Y no voy a negarlo, lo logró.

Pese a despertar mi interés, le respondí lo que respondería cualquier persona medianamente en sus cabales: «Ahorita no, muchas gracias». Pero la batalla apenas comenzaba.

Insistió e insistió e insistió como sólo insistiría alguien que sabe de qué va la vida eterna o quien tiene la urgencia de vender algo. Argumentó que yo debía conocer de una tal revolución de la salud mental y dijo tener un invento para dejar de sufrir. Al final, aunque incrédulo, cedí. «Pero no tengo mucho tiempo, ¿eh?», le mentí porque no supe aceptar la derrota. Ella me dio un folletito y se perfiló a abrirlo como quien abre la caja de Pandora.

Empezó contándome la biografía de L. Ron Hubbard, quien, tal parece, se trató de un hombre todopoderoso, líder-fundador de la Cienciología. A bote pronto, juzgué esa cosa como una especie de religión sacada de una novela de ciencia ficción que, al momento de escribir estas líneas, sigo sin comprender muy bien. Lo que es cierto es que el señor Hubbard era un escritor de fantasías que aprovechó sus dotes y su locura para armar una secta.

Locos aprovechados ha habido siempre y lamentablemente la ingenuidad no es un invento reciente. A lo largo de la historia, han existido personajes con un marcado delirio místico crónico. Desde Domingo Zárate, campesino chileno que en 1927 se creyó Jesuscristo reencarnado, armó un club de doce amiguitos y se arrojó desde la copa de una higuera emulando –según él– a  Simón “El Mago”; hasta Anthony Levandowsky, ingeniero y ex directivo de Uber que un día, a pesar de tener la vida resuelta en todos los sentidos, sintió como que le faltaba algo: ser un dios. Por eso en 2017 fundó El Camino del Futuro, una organización religiosa que aseguraba que «Dios es un bot».

La colombiana me habló de un método «tecnológico» que todo lo puede –porque toda religión tiene un ente omnipotente–, también me invitó a comprar el libro Dianética: La ciencia moderna de la salud mental –porque toda religión requiere un libro–, me relató las enseñanzas del superhombre Hubbard –porque toda religión necesita un profeta– y enlistó una serie de pasos para salvar el cuerpo y la mente –porque toda religión promete la Salvación de la carne y el espíritu–. 

Desde que los humanos tenemos autoconciencia hemos buscado a dioses que nos den sentido: seres que ordenen el caos, que nos sometan, que nos manden epidemias y maleficios, que nos ayuden a controlar nuestros instintos. Pero también que nos den forma con barro, que nos cuiden como cuidan los padres de sus hijos, que nos defiendan y nos salven. Sobre todo que nos salven: que nos rescaten de nosotros mismos.

Después de unos minutos de exposición me invitó a ser parte del grupo –porque toda religión busca afianzar seguidores, formar rebaños, pastorear corderitos–. Y yo, tajante, gentil y agnóstico, le dije que no –porque toda religión también tiene a sus detractores, a sus pecadores, a los que se atreven a negar tres veces–. Y así, con un «no» rotundo a una medellinense que parecía vender salchichas, fue como me gané un lugar en el Infierno dianético –porque toda religión tiene bien montado el lugar adonde envían a los apestados–. En mi conciencia quedará.

Claro está que una cosa son los dioses y las preguntas existenciales, y otra muy distinta las religiones y su infraestructura de poder para controlar a grandes públicos. 

La fe es necesaria porque la existencia racional es insoportable. Quizás la vida instintiva –la de los gatos y los monos, ésa sin ciencia ni razón– es mucho más vivible. Por el contrario, los sapiens tenemos conceptos complejos que nos amargan la vida: la idea de la muerte, la soledad, el amor, el dinero y el éxito. Ante el dolor y la frustración que producen estas palabras, el concepto de dios llega al rescate en voz de sus más perspicaces guerreros.

Sin embargo, ser religioso, adoptar un dogma, no es el camino para dejar de sufrir. Es, en todo caso, una forma de sufrir con Dios, con esperanza, con ideas abstractas que atemperan el dolor del alma y modifican la consciencia.

Hace algunos meses, Martín Caparrós publicó Sindiós, un libro en el que analiza magistralmente la creencia religiosa y cuyo título es una palabra española que alude al desorden característico de un lugar olvidado por cualquier deidad. Su mexicanismo equivalente es desmadre (sin madre, sin control). 

Tal vez eso seamos: una sociedad sindiós, hambrienta de encontrar algo que nos dé sentido, orden; una masa de gente sin madre que necesita líderes iluminados, un dios padre (¿madre?) que esté dispuesto a ser promovido en las calles con edecanes colombianas o en programas de televisión de paga. Pare de sufrir, ordenan sus promotores televisivos. ¡Amén, amén!, responden en coro los devotos televidentes de conciencias limpias y corazones afligidos, quienes están dispuestos a confiar en lo que sea, en quien sea, siempre y cuando les revelen los secretos de la consciencia: esos sedantes anímicos para vivir sin sufrimiento.

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