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Ola de muerte 

Oscar Raúl Pérez Cabrera
3 Min de Lectura
Ilustrativa

PEDAZOS DE VIDA

Aquella tarde, la abuela calentó café, y nos repartió un tlaxcal a cada quien, el sabor de esta galleta de maíz no era mi preferido, era como comerse una gordita de masa pero dulce, hecha con canela, masa, piloncillo y calostro, luego se acomodó en su silla junto al fogón, nos dijo que teníamos que apurarnos porque aquella noche era de muerte, que el aire lo decía y que era mejor que nos fuéramos a dormir. 

Luego, nos fuimos a dormir, no hubo televisión ni nada, sólo la veladora que en la repisa de la esquina alumbraba al Santo Niño de Atocha y todas las estampitas de los santos que había traído de San Juan de los Lagos.  Antes de dormir en la pieza, donde estaban las cuatro camas escuché que mi abuela le preguntó a mi tía que si había soltado a los perros, y ella contestó que sí. Así se hizo un gran silencio, antes de que mi abuela lo interrumpiera por última vez para decir: “que Dios nos cuide esta noche”.

Al otro día, cuando nos levantamos, bebimos café y comimos tacos con tortillas recién hechas, huevo y frijoles machucados. La abuela estuvo inquieta, mientras tanto, con el frío parecía que se había adelantado al invierno, y todavía faltaban un par de semanas para que se asomara en este nuevo año, pero aquella ocasión había llegado antes, mucho antes. 

La abuela dijo que había helado, que las plantas se habían congelado, luego el sol quemante del medio día fue aplacado por nubes grises, nubes que generaron una brisa muy particular casi al grado de neblina, algunos grados centígrados menos y quizá se hubieran convertido en nieve. Tenía una presión en el pecho, algo no la dejaba respirar de la misma manera que siempre.

Fue como a las cuatro, cuando mi abuela se soltó a llorar, ella sabía cuando la ola de muerte estaba cerca, lo supo días antes pero como es de suponerse nunca, nunca, nunca se sabe quiénes van a ser los fallecidos y tampoco hay nada que hacer por ellos. Así murió mi tío y seguido de él, el compadre de mi abuela, y luego el hermano de mi abuelo. 

En menos de 15 días tuvimos tres sepelios, así es la muerte cuando llega en invierno adelantado, con su guadaña de frío anuncia que va a recoger almas, que pronto habrá muertos, y que no hay nada que se pueda hacer. 

Por eso cada vez que tomo café en días como este, nublados y de harto frío, me acuerdo de la ola de muerte a la que tanto miedo le tenía la abuela, una ola que inevitablemente se llevaría a por lo menos tres personas conocidas. 

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