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sábado, octubre 4, 2025

No es extraño

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DE FICCIONES Y FIGURACIONES

Extraño sería, por ejemplo, que los políticos sirvieran para lo que son elegidos. O bien, para no pedir tanto, que al menos sirvieran para algo

No es extraño que la política mexicana se nos presente como espectáculo. Más bien, no es de extrañar que cualquier hecho político esté más apegado al absurdo que a la seriedad que exige, por ejemplo, debatir sobre Seguridad Pública en un país con más de 110 mil desaparecidos.

No es extraño que un par de imbéciles –supuestamente representantes de la nación– se agarren a golpes en el estrado del Senado de la República, armando una escena más extraña, más ridícula y con más rating que, por ejemplo, una gala de La Casa de los Famosos. No es extraño que los medios publiciten dicha pelea en las ocho columnas del periódico o en la nota de cinco minutos del noticiero de las diez. A esas alturas, entonces, no es extraño que la discusión pública se centre en preguntas relevantes como, por ejemplo, quién de los dos corruptos es más corrupto; quién tiene los puños más pesados y los cachetes más morados, o –un tanto más filosófico– cuál de estos dos animales tiene mayor tendencia a ser un animal político. Y no es extraño que el público se ría ni tampoco que se escuche uno que otro aplauso. Risas y aplausos, y casi nadie se extraña.

En este sentido, no debería sorprendernos que las democracias representativas y liberales –las que nos salvaron de los totalitarismos– estén agonizando. Porque la política como entretenimiento es un problema universal (occidental), agotado en los predecibles programas de debate político, en las columnas de los ahora irrelevantes líderes de opinión, alimentado por los ya muy poco confiables medios de comunicación tradicionales y las idiotizantes redes sociales, y enraizado en países que antes se jactaban de ser «ejemplos democráticos del mundo».

No es extraño, entonces, que los sabios griegos, inventores de maneras de control social y división del poder, alertaran que la democracia es una de las peores formas de gobierno. Y lo sostenían con convencimiento, pues intuían tal vez que el pueblo es todo menos sabio y, a la hora de votar, suele hacerlo con el estómago antes que con el cerebro. Así, terminamos eligiendo a personajes tirados que confunden democracia con tiranía, distrito electoral con imperio, y que son capaces de ordenar cónsul a su caballo o secretario particular a su compadre –cuyo coeficiente intelectual es inferior al de un caballo–.

Existe algo que llaman «supresión por repetición», fenómeno mental que consiste en –palabras más palabras menos– acostumbrarse a aquello que se repite constantemente. En un país como el nuestro, ya no sorprende la violencia, ni la corrupción, ni la ruptura de promesas de quienes se supone deberían cumplirlas, ni nada que en otro país o en otro tiempo sería motivo de indignación. Y no lo hace porque es lo cotidiano, nuestro día a día. Estamos, entonces, aparentemente anestesiados. Nos inyectan una anestesia social que nos impide extrañarnos o sorprendernos o sentir cualquier cosa ante la injusticia o los decapitados o los políticos vulgarmente idiotas.

Por ello no nos genera rabia cuando los partidos que deberían equilibrar el poder oficialista se diluyen en función de los intereses personales de sus líderes ineptos. No debe extrañarnos, entonces, que el actor de oposición más sonado para contender en la lejana elección presidencial del 2030 sea el dueño de una televisora; un millonario que sigue el instructivo estridente del populismo de derechas que llevó a la Presidencia de Estados Unidos a un magnate del espectáculo y la vulgaridad. Y que la principal senadora opositora sea ex obradorista, ex periodista y ex trabajadora de ese mismo canal de televisión.

En otro tema, no le extrañe que el partido anaranjado de chavitos buena-onda busque proponer una iniciativa de ley que reduzca a 16 años la edad legal para votar, esto principalmente porque llevan casi diez años apostándole a la mercadotecnia política con cancioncitas pegajosas para vender jugo de naranja, convirtiendo con ello a influencers en legisladores o gobernadores o en lavadoras de dinero.

No es extraño que quien se supone que gobierna un país caótico prefiera marcar la agenda en una conferencia de prensa, con la tranquilidad del jubilado, sin prisa, siempre puntualmente a las siete de la mañana, desde un salón de Palacio Nacional adaptado como set de grabación. Desde el programa número uno de la televisión política, la mandataria sigue al pie de la letra las recomendaciones del libro de Edward Bernays para focalizar la atención del respetable Pueblo-Bueno, para sustituir las mentiras de los dueños de los medios de comunicación con las mentiras oficiales.

No nos debe sorprender que quienes juraron acabar con la perjudicial Mafia del Poder hayan establecido su propia Mafia del Poder, constituyendo un renovado y aún más jodido régimen de partido hegemónico, tratando a los ciudadanos como incapacitados mentales, cooptando las instituciones y disolviendo los Poderes de la Unión en favor del Ejecutivo en turno. «Vamos bien y vamos a ir mejor», dijo la presidenta en su primer informe. Como si eso no lo hubiéramos escuchado ya antes. Como si no lo prometiera a diario.

No se extrañe si, ante semejante espectáculo, nadie habla de lo importante. O más bien, ¿qué debería importarnos? Porque aquí no importa mucho el brutal asesinato de una taxista ni el de un niño de cinco años, ni los casi 100 homicidios diarios, ni las acusaciones de presunto abuso sexual contra un ex futbolista que hicieron gobernador, ni la riqueza inexplicable de los hijos del ex presidente más pobre del siglo, ni los nexos de la gente importante con la gente maldita. Acá solo importa lo que causa gracia, lo que se puede convertir en meme, lo que se puede digerir sin atragantarse.

Nada de esto nos debe parecer extraño. Extraño sería, por ejemplo, que los políticos sirvieran para lo que son elegidos. O bien, para no pedir tanto, que al menos sirvieran para algo.

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