LAGUNA DE VOCES
Ahora entiendo que las fiestas de Navidad, en realidad son un espacio bien definido para extrañar lo que fueron en nuestra infancia, a veces hasta caer en la tristeza por lo que se fue y ya nunca regresará, pero siempre con la absoluta seguridad de que ésta será la buena, la ocasión para rescatar de la memoria la infinita nostalgia que nos provoca recordar, simplemente recordar.
Estará siempre en esas fechas del recuerdo, el pueblo donde vivió la mayor parte de su infancia, adolescencia y juventud mi hermano menor, por supuesto la cocina de mi tía Fortunata, y toda esa magia que creaba con sus manos, al dar vida a la magia única de esos días de frío, un cielo repleto de estrellas y el olor de los guisos que ella preparaba para una verdadera tropa de visitantes.
Pocas veces, ahora que lo pienso, pueden reunirse tantos elementos que construyeron esa época, la más feliz de mi infancia, en el pueblo de laguna misteriosa pero hermosa, de la iglesia frente a los portales de la tienda, atendida por mi prima Lety unas veces, otras Ramiro, Olimpo, Maribel o Martín. De la tumba que con letras claras dice que ahí fue enterrado el fundador del periódico “Excélsior” y creador del Día de las Madres, Rafael Alducín; aunque otros aseguran que sus restos descansan en el Panteón del Tepeyac de la Ciudad de México, pero no son pocos los que afirman jamás haber encontrado su tumba.
Lo cierto es que las festividades navideñas tenían un escenario único en la casa de tía Fortunata, porque coincidían con las pláticas que ella, la hermana de mi padre, dictaba de manera magistral a sus oyentes. Y ahí llegaban los recuerdos, su amistad de hermana con mi madre, su visión única de la vida, convencida sin la menor duda, de que encontraría a su papá, mi abuelo Ezequiel, cuando llegara el momento. Insisto: sin la menor duda.
A veces se daba tiempo para ejercer su talento natural para narrar historias de espantos, que ella misma había vivido, y entonces el silencio era absoluto en ese comedor de paredes pintadas de verde, de puerta de aldaba que daba al patio central donde dos aljibes enormes captaban el agua de lluvia, y provocaban un eco que a veces eran voces, o susurros.
Podía pasar horas en la elaboración de un lugar donde pasaba a todo galope un jinete difunto igual a su caballo, que cruzaba como bólido el portal de arcos que siempre vi majestuosos, y que hoy estoy seguro que así eran, porque formaban parte de una realidad que mi tía podía crear y recrear a simple voluntad de la palabra exacta.
Pero lo esencial era la descripción de lo que habían sido sus navidades junto a sus hermanos y hermanas en el pueblo vecino donde todos habían nacido. Y uno podía ver sin ninguna duda de que así era, una casa de tapanco y solar grande. Y ahí, estoy seguro, es que todos admiramos la voluntad de los que sabían que la Navidad era, ante todo, un momento para confirmar su apego a la tradición de aceptar las bondades de todo un año, por encima de las complicaciones, y a veces las desgracias.
Así que eso es lo que extraño, y si digo que ésta será la vencida, es porque buscaré que la palabra creadora de mi tía, de mi madre, de mi padre, ahora de mis hermanos que se han ido también, me permita, una vez más, caminar por ese pueblo de cielo donde se podía ver el universo entero, y aspirar el olor de los buñuelos, de lo que tía Fortunata cocinaba, y mi hermano menor se maravillaba con esa felicidad, la verdadera, que le llevaba a su casa la magia navideña.
Mil gracias, hasta mañana.
@JavierEPeralta