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jueves, diciembre 12, 2024

Nadal, el adiós más doloroso

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Cuanto más intensa es una relación, más difícil resulta acabarla. Rafael Nadal ha tejido algo más que una historia de amor con París, un idilio que comenzó en 2005 y que el español se niega a dar por terminada pese a los síntomas que invitan a pensar que no tiene más recorrido.

Eliminado en el torneo de dobles junto a Carlos Alcaraz en cuartos de final de los Juegos Olímpicos, en la que puede ser la última vez que pise como jugador la tierra batida francesa, dos días después de haber bordeado la humillación a manos de Novak Djokovic en el individual, Nadal ha dejado caer que su despedida está cerca, aunque a sus 38 años se niega a pronunciar la palabra adiós.

El español se limitó a avanzar al centro de la pista, a levantar los brazos y mover una mano en forma de adiós y a abandonar el estadio con un golpe de Alcaraz en un hombro, una palmada que pareció significar algo más que un simple gesto amistoso.

Entre los aplausos del público, el mismo que le ha acompañado en los últimos años en París, más enfervorizado en este torneo olímpico que sonaba a epílogo encubierto, se despidió sin saber si será un adiós o un hasta pronto. Sobre eso, por ahora, silencio.

Un contraste con el bullicio que rodea cada paso que da en el recinto donde ganó catorce Roland Garros, el lugar que le ha convertido en icono, certificado con una estatua que saluda al espectador que se adentra en el templo de la tierra batida.

De París al cielo, siempre nos quedará París, París no se acaba nunca, París era una fiesta, Nadal ‘le parisien’,… basta con repasar la lista de titulares para darse cuenta de la intensa relación que el jugador mantiene con la capital francesa.

Tras sumar en mayo pasado su cuarta derrota en 116 partidos en ese torneo, se negó a recibir el homenaje que le proponían los organizadores y durante todo su ciclo olímpico ha rechazado cerrar la puerta de su carrera.

Como si el adiós fuera tan doloroso como para retrasarlo lo máximo posible.

Nadal es ya un parisino más y por eso la ciudad le otorgó un papel central en la ceremonia de inauguración de sus Juegos y su presencia no desentonó al lado de los ídolos locales, recibiendo la antorcha de manos de Zinedine Zidane, uno de los personajes más queridos por los franceses.

Fue la salida a una relación que se ha ido construyendo con los años, con los éxitos deportivos, pero también con una manera de ser, una humildad y un culto al esfuerzo que le han abierto un lugar en el corazón de los franceses.

Así han aprendido a adorar a un jugador que acogieron con recelo cuando con 17 años aterrizó en París con aspecto de guerrero para establecer una hegemonía que acabó convirtiéndose en una de las mayores proezas del deporte.

Tan largo ha sido su reinado, que son muchos los espectadores que recorren los pasillos de Roland Garros que no recuerdan el torneo sin Rafa.

París ha bailado al ritmo de su raqueta y la ciudad se ha acostumbrado a la melodía se sus triunfos, sus pocas derrotas, sus ausencias y su retórica de la entrega casi trágica.

Y como si el público intuyera lo que él no quiere confirmar, sus apariciones en Roland Garros y en el torneo olímpico han sido homenajes improvisados, aplausos permanentes, ánimos desaforados. La última oportunidad de aplaudir al ídolo, de rendirle tributo.

Distante al principio, la relación entre Nadal y París dio un giro en 2009, cuando al fin mostró su lado humano y firmó contra el sueco Robin Soderling su primera derrota, que fue aplaudida por el público, lo que rasgó el corazón del tenista.

Eso y las declaraciones de la exministra francesa de Deportes Roselyne Bachelot acusándole veladamente de doparse fueron el momento más bajo de su idilio.

Desde entonces, los que parecían hastiados por su poderío empezaron a ver la grandeza de su entrega. Año tras año, Nadal colocó a Roland Garros en la picota de sus objetivos y siempre le reservó el centro de sus esfuerzos.

Allí forjó su leyenda y París ha querido siempre reconocérselo. Hasta que él quiera, al fin, pronunciar la palabra adiós.

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