De ficciones y figuraciones
Tenemos miles de cosas y hay miles de millones que no tienen casi nada
Tenemos muchas cosas. Demasiadas. Y de acuerdo con el reglamento del sistema económico en el que nos desenvolvemos, debemos aspirar a tener aún más para hacernos de esa cosa extraña que llamamos «éxito». Porque en la lógica de la vida adulta contemporánea, vale más quien más posee. O, en casos particulares, quien se presenta ante los ojos de los demás como la mejor cosa entre las cosas y se convierte en objeto merecedor de reconocimiento y, por tanto, de muchas cosas.
Por «cosa» entiéndase tanto lo tangible como lo intangible, lo visible y lo invisible, lo corporal y lo abstracto: desde el lingote de oro, el anillo de compromiso, el terrenito heredado, el triciclo de la infancia, el Ferrari armado a la medida, hasta el nombre, el Plan Personal de Retiro, la carrera universitaria, los ceros en la cuenta de banco y el blockchain de la criptomoneda de su preferencia. Al final, las posesiones no son más que simples cosas.
Un estudio realizado en Estados Unidos reveló que un hogar de familia convencional está compuesto por alrededor de 300 mil objetos (desde la pluma y la secadora de pelo, hasta la lavadora y el coche).
En lo que respecta al individuo, el investigador Graham Lawton señala que, a lo largo de su vida, un ser humano clasemediero tendrá en promedio 780 pares de calcetines, 544 desodorantes, 14 computadoras, 175 pares de pantalones, 310 pares de zapatos y alrededor de 35 toneladas de comida.
Tenemos miles de cosas y hay miles de millones que no tienen casi nada. Aquellos de nosotros que vivimos en el 12 por ciento de la población concentrada en Europa y Estados Unidos, consumimos el 60 por ciento de los bienes del mundo –nos tragamos el mundo–, mientras que el 33 por ciento más pobre –africano y asiático– consume el tres por ciento.
Así vivimos, por milenios: con unas pocas cosas radicalmente necesarias, laboriosamente conseguidas, que conocíamos y apreciábamos. Ahora cada cosa individual significa poco: es desechable, reemplazable, no vale la pena cuidarla o repararla porque es más fácil y más barato comprar otra. Y, además, nada nos da tanto gusto como comprar otras.
La acumulación está presente en la vida humana desde la invención de la bolsa. Sin embargo, desde la aparición de las primeras comunidades sedentarias, el humano nace predestinado a acumular en exceso, a adueñarse de pedazos de tierra, a darles valor simbólico a sus pertenencias y colocarles un posesivo: «esto es mío». La posesión es dadora de identidad.
En 1925, el maestro de escuela y coleccionista de rocas Wilfred Eitzman encontró una piedra con dos aparentes caritas talladas por un homínido de hace tres millones de años. El descubrimiento fue bautizado como el Canto de Makapansgat, en referencia al valle sudafricano donde fue hallado. Esta cuenta pétrea es relevante porque representa el primer registro de una pertenencia humana cuyo valor radica en el símbolo y no en la utilidad del objeto.
El problema es que el sistema económico mundial necesita que «necesitemos» cada vez más cosas –porque vive de fabricarlas. Son las delicias del capitalismo global, que funciona como un avión: si no mantiene velocidad constante, se desploma. Si organizáramos un alto colectivo, si decidiéramos usar los recursos de manera racional, el sistema enfrentaría una crisis inmediata. Millones perderían sus empleos. Las cadenas de suministro colapsarían. Las bolsas se desplomarían.
Y sin embargo, seguir así tampoco es viable. La desigualdad se profundiza, los recursos se agotan, el planeta se recalienta. No podemos detenernos sin provocar un desastre, pero tampoco podemos continuar sin provocar otro distinto, quizás peor.
Aunque las bienaventuranzas cristianas, los budistas y la mayoría de las creencias religiosas presuman lo contrario, lo cierto es que seguimos acumulando como si en ello nos fuera la vida. Y tal vez sea así: en el mundo de las miles de cosas, quien no tiene muchas cosas simplemente no existe. La pregunta entonces no es si debemos cambiar, sino si somos capaces de inventar una forma de existir que no dependa de consumir el mundo entero. Hasta ahora, no hemos dado señales de estarlo.


