DE FICCIONES Y FIGURACIONES
Una hora no es una hora, es un vaso lleno de
perfumes, de sonidos, de proyectos y de ambiente.
Marcel Proust
(Damos la bienvenida a un nuevo colaborador. Es Diego F. Gómez-Salas. Es consultor político y analista de coyuntura. Nos cuenta que en sus ratos de ocio, suele reflexionar sobre verdades propias y universales, y a veces escribe lo que piensa. Se define como pesimista de la inteligencia y optimista de la voluntad. Cree fervientemente que en todo caos es posible encontrar un tipo de orden. Sé bienvenido Diego a esta redacción y gracias por la confianza).
El tiempo no está hecho de nada pero controla el ritmo de todo. Y afirmo esto porque no hay duda de que las horas pasan. El problema surge cuando nos preguntamos qué es eso que está pasando. El tiempo no tiene masa ni energía; no está compuesto por partículas ni por ondas; no es sólido ni líquido, tampoco gaseoso. Mucho menos es plasma. El tiempo es tiempo. Punto. Existe y lo confirma la música que reproduce Alexa, la voz que avanza sobre este teclado y ese rostro inmóvil que refleja el espejo del baño.
Empero, el tiempo está hecho de nosotros mismos. Existe porque existimos, porque somos observadores conscientes de su paso. Somos tiempo encarnado, somos la percepción de nuestro propio tiempo.
Los humanos entendemos el tránsito temporal como un río que fluye, como una espiral que gira, como una eternidad finita pero ilimitada. Esta comprensión nace de la muerte, de saber que la vida se acaba. A diferencia de otros animales, nosotros somos productores de futuro. Partiendo del pasado, en el presente podemos soñar con un porvenir.
Pese a la aparente constancia de nuestras horas, éstas no siempre han fluido como ahora. En cada civilización y en cada momento histórico se ha comprendido el fluir temporal de manera única. ¿Cómo sentían el paso de los minutos nuestros ancestros cuando no había minutos ni mucho menos herramientas para medirlos?
Fue esa sensación de tránsito, de movimiento, de cambio, la que nos llevó a evolucionar; la que nos obligó a meter la hora en el vaso del que habla Marcel Proust. Primero observamos los astros y las sombras solares; después inventamos el reloj de arena y la clepsidra; más tarde aprovechamos la cera de las velas; finalmente llegamos a las manecillas del reloj, los púlsares y los relojes atómicos. Todo esto solo para entender que flotamos en un continuo no sé qué que no se detiene. Entonces, insisto, ¿qué es el tiempo?
Platón lo ubicó dentro de nosotros; Aristóteles lo definió como puro movimiento; San Agustín lo entendía pero no podía explicarlo; Kant lo concibió como la herramienta que organiza la vida; Bergson habló de la duración como experiencia vivida; Einstein nos reveló su relatividad, mientras que Hawking sugirió una flecha psicológica exclusiva del planeta Tierra, porque en el Cosmos, decía, no existe un ahora.
En 1927, Arthur S. Eddington incrustó la flecha del tiempo en nuestra mente: pasado atrás, presente constante, futuro siempre hacia delante. Pero esta noción es meramente occidental. En contraste, la cultura aymara, por ejemplo, entiende que el pasado está adelante y el futuro a nuestras espaldas. Y no se equivoca, pues avanzamos de espaldas, viendo cómo se aleja lo que ya pasó y descubriendo lo que estaba oculto tras nosotros.
En el fondo, el tiempo es una forma humana de dar sentido a nuestro caos, de imponer orden al movimiento, de creer que algo permanece mientras todo cambia. Es, quizás, de los poquísimos misterios que podemos habitar sin resolver. Nos permite construir recuerdos que definen quiénes somos y soñar futuros que determinan hacia dónde vamos. Esta maravilla humana es la que nos mueve a disfrutar cada momento, archivando en nuestra memoria lo que hemos vivido, aquello que nos da identidad, eso que somos en el ahora. En el presente, la noción temporal nos regala un milagro y un motivo: saber que mañana –con suerte– será otro día.