Espejos de la realidad
«Pienso en los lugares que desaparecen sin que nadie los despida.»
El cine estaba en la calle Velázquez Ibarra y 16 de enero, justo a la vuelta de la casa de mamá en Huejutla. En la única foto que encontré se observan las tres puertas, los muros anchos, las ventanas pequeñas en la parte de arriba. Hoy el edificio está en obras; pronto será una cancha de pádel. ¿Sabrán los que trabajan en esa construcción que antes, mucho antes, ahí se juntaba todo el pueblo? Si esas paredes ahora grises pudieran hablar, ¿qué historias contarían?
En la década de los cuarenta, aquel lugar fue primero Cine Alaska, propiedad de Don José Zamora, mi bisabuelo. Después se convirtió en el Cine Primavera, en manos de su hijo, Don Adalberto Zamora Redondo. Mi abuelo fue quien le dio su forma definitiva, quien creyó que el cine podía llegar hasta la Huasteca. Las películas venían desde Tamazunchale, cargadas en mulas, y para proyectarlas se usaba un motor alemán que funcionaba con carbón. No había electricidad, solo el zumbido del generador.
El cine fue eso: una forma de encuentro. La gente se subía al poste de la esquina para ver gratis la película. Afuera, sobre la banqueta, vendían morelianas: tostadas de maíz con frijoles, chayotes y chiles en vinagre. Doña Chaya, dicen, cobraba los boletos de papel manila y servía los refrescos. Dentro, el calor era espeso, y cuando la cinta se rompía, todos gritaban “¡Cácaro!” a manera de regaño.
El proyeccionista se llamaba Melquiades Toledo Mojica, Don Melco. Lo escuché en una entrevista, ya grande, contar cómo en los años cincuenta todavía no había luz en el pueblo. Decía que las funciones eran los fines de semana y que las películas de Pedro Infante llenaban la sala entera. Contaba que cuando la cinta se trababa, sentía el cuerpo temblar: la gente lo apuraba, le chiflaban, pero cuando lograba empatar los pedazos, todos aplaudían.
¿Qué habrá quedado atrapado entre las grietas de las paredes? ¿Será que la voz de mi abuelo, dando indicaciones, aún ronda por ahí? Debe haber quedado algún eco de él.
Yo no conocí el cine abierto. En los noventa, el lugar se convirtió en una disco. Tengo pocos recuerdos: el sonido a las dos o tres de la mañana, la música tan fuerte que llegaba hasta el árbol de mango de la casa.
No sé en qué momento el ruido también se apagó. La discoteca cerró, el edificio se volvió tienda de ropa, una miscelánea, y luego nada. Ahora lo remodelan otra vez, para abrir la primera cancha de pádel de Huejutla.
Pienso mucho en los lugares que desaparecen sin que nadie los despida. En los pueblos donde ya nadie juega bote pateado, en los espacios que cambiaron de nombre hasta quedarse sin ninguno.
Mi mamá, Aurora, y sus hermanas lloraron la primera vez que vieron Cinema Paradiso. Me pasó lo mismo cuando decidí verla: cuando Toto, ya de grande, observa cómo destruyen el cine, o cuando ve la compilación de todos los besos que habían sido censurados. Creo que lloraron por eso, por la forma en que algo se termina sin aviso, y aún así uno debe seguir. Uno se despide de la gente que ama, de los lugares que existieron alguna vez, pero ya no, todo de pronto y sin aviso.
Momentos antes, alguien debía anunciar la película.
Y entonces, la voz, desde el fondo, decía:
“El Cine Primavera proyecta a través de su pantalla cinematográfica, la película de esta noche. Asegure su lugar, compre su boleto, porque en cuanto se apague la luz… empieza la función”.
Fuentes consultadas:
- Entre vaqueros, canciones, palomitas y una buena compañía, colaboración de Kalli Arahv para Zunoticia.
- De cine a deportivo: histórica transformación en el corazón de Huejutla, publicado en Diario de las Huastecas (Facebook).
- Entrevista radiofónica a Melquiades Toledo Mojica, ex proyeccionista del Cine Primavera.
