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Los que tienen derecho de incendiar La Tierra

Javier Peralta
5 Min de Lectura

LAGUNA DE VOCES

Con una facilidad asombrosa olvidamos que fuimos jóvenes en algún momento de nuestra existencia, y que por lo tanto soñábamos un mejor país, irreal por supuesto, pero fincado en la estructura de la esperanza. Practicábamos sin el menor esfuerzo, la idea de que el poder, quien quiera que lo encarnara en esos tiempos, debía caer, hacerse polvo para de ahí, de las cenizas, dar paso a un renacimiento en el que tampoco atinábamos a entender siquiera la posible identidad de quién lo encabezaría. Nada más alejado de los ideales revolucionarios que la posibilidad de llegar algún día al poder, porque éste corrompe, pudre lo que toca, además que, para esos momentos de esplendor y gloria, cada uno de los que sosteníamos como principio fundamental de la existencia humana la igualdad, estábamos ciertos que descansaríamos en algún cielo de los justos, o por lo menos los soñadores, o por lo menos muertos para que la decadencia de la vejez nunca nos alcanzara.

No le tengo la más mínima fe a quienes, pasados los 50, están ciertos que uno les puede creer que son los mismos de cuando los 18, 20, tal vez los 25. Sería un perfecto idiota si así lo pensara. La revolución en alguien cercano a la tercera edad es más producto de un rencor vivo contra la vida, que un afán de verdadera justicia social.

Los verdaderos revolucionarios mueren en su lucha, es más, deben morir, igual que los amorosos que entregan incluso su futuro mismo a cambio de nada. Pensar siquiera en sacar provecho de lo que hicieron es sucio, decadente. 

Por supuesto no todos los idealistas son difuntos a temprana edad, pero lo que de ellos queda poco se asemeja a la incansable búsqueda que tuvieron, y si acaso algo queda, es una burda caricatura.

Tampoco enseñan nada, porque lo que cada uno tiene en alguna etapa de la existencia es inexplicable, no se entiende, y por supuesto no se puede dar cátedra de lo que no se sabe nada, como no sea sentirlo, y a sentir no se educa a nadie.

Por eso no confío en los revolucionarios y revolucionarias añosos y añosas. Son una simple máscara de lo que algún tiempo fueron, pero ya no son, simplemente dejaron de existir y el mejor futuro que el eterno les hubiera concedido, es reposar en el recuerdo amable de alguien que los admirara y extrañara.

Pasado el tiempo queda poco de la belleza, y también de quienes practicaron la idea revolucionaria. En el primer aspecto, la vejez extingue lo que fuimos, que conste fuimos, y apenas queda un remedo colgante de los hermosos ojos de las mujeres que amamos y tal vez nos amaron. En lo segundo es la misma cosa, aunque todavía peor, porque el que tuvo ideales, ideales reales, solo busca quién se la ha de pagar por dejarlo viejo y sin títulos nobiliarios de adalid de la justicia.

Los jóvenes de edad -porque eso de que la juventud está en la mente es una falacia- son los únicos que tienen el derecho justo de hacer lo que hoy hacen, de querer echar por tierra todo lo que encarne poder, venga de donde venga. Son los únicos con denominación de origen para exigir que arda la tierra, los cielos, los mismos infiernos, y que de ello renazca un mejor ser humano.

Los otros, los que de viejos juran que darían la vida por la revolución, son mentirosos, porque si de jóvenes nunca lo hicieron, por supuesto que ahora menos.

Mil gracias, hasta mañana.

peraltajav@gmail.com

@JavierEPeralta

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