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viernes, junio 20, 2025

Los fantasmas de uno

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DE FICCIONES Y FIGURACIONES

«En silencio me acerco,
abro la puerta:
como temí,
como sabía,
no hay nadie.
¿Me tendrán miedo los fantasmas?»
José Emilio Pacheco

Llega un momento en el que ya no se sueña, se alucina. En 1970, Tomás Eloy Martínez escribió una crónica fantástica en la que relata un trozo de la vida de José López Rega, guardia y gurú personal del dictador argentino, Juan Domingo Perón. El improvisado policía y elocuente esotérico protegía como perro ovejero al poderoso anciano de cualquier amenaza del exterior; sin embargo, sufría una impotencia enfermiza al no poder combatir otro tipo de riesgos presidenciales: los demenciales sueños del populista sudamericano. Una noche –cuenta Martínez que le contó López Rega– Perón tuvo un sueño terrible que no llegó a pesadilla: el general soñó con su propia muerte.

Le contó que se vio volando por los cielos y, como aquel otro sueño premonitorio de Abraham Lincoln, contempló desde arriba su funeral de Estado en un salón de la Casa Rosada. Tras esa noche y tras ese relato, y debido a la confianza que le irradiaba, López Rega se convirtió en una especie de psicoanalista-astrólogo del dictador hasta el día en que éste murió por una arritmia cardíaca. «Pero mi energía cósmica lo mantiene vivo. Sigue palpitando acá», dice Martínez que dijo el intérprete de sueños dictatoriales en el velorio de verdad, mientras se tocaba la sien con una mano y el corazón con la otra, cuatro años después, el 02 de julio de 1974. Como si el espíritu de Perón lo siguiera acompañando en sus sueños más profundos, en sus alucinaciones más reales.

Nos han dicho que los sueños dicen más de nosotros que nuestras palabras. Hasta la fecha, sabemos muy poco de la actividad onírica, creando por consecuencia auras en torno al misterio que sucede cuando uno cierra los ojos por las noches. Y eso se debe a que el estudio formal del sueño y de los sueños es relativamente reciente. A finales del siglo XIX, Sigmund Freud inventó una nueva rama de la medicina que por supuesto no es medicina, pero que empezó como logo-medicina (esa que cura con palabras): se aventuró a investigar la consistencia de los sueños.

Desde entonces, existe la posibilidad de marcar por teléfono, pedir una cita cualquier día de la semana, presentarse puntual y esperar en la sala donde otros también esperan. Escuchar el nombre propio en voz alta de la recepcionista, entrar al consultorio y ponerse cómodo en un diván o arrellanarse en un sofá individual. Ahí uno se desahoga durante 45 minutos –o los que pueda pagar– frente a un personaje omnisciente y omnipresente que no dice nada pero escucha todo. Ahí los minutos se cobran a granel. Después, si quiere romper el hielo y ser más amigo que terapeuta, ese pequeño dios emitirá un breve comentario, carraspeará, asentirá verbalmente o dirá directo y sin tapujos que hay cosas en la vida que uno no puede cambiar y que, por lo tanto, la solución es aprender a vivir con ellas. «Ah, muchas gracias», uno agradece la obviedad, se levanta y se va para regresar la siguiente semana a repetir el mismo proceso hasta estar libre de todo mal.

Alucinar, en su acepción más tradicional, significa percibir algo que no está ahí. Como los fantasmas de las películas que se ven en octubre o noviembre, o cuando se quiere abrazar a quien lo acompaña al cine. Los fantasmas de los que trato de escribir no tienen que ver con esos, con aquellos que murieron pero se quedaron. No son muertos que se resisten a estar muertos. Todo lo contrario, hablo de esos espíritus de polvo que viven en nuestra mente y permanecen como una bola de estambre que jamás termina de desenredarse. Esos fantasmas están compuestos principalmente de pasado, de dolores, de eventos que se transforman en melancolía, en añoranza, en objetos de aire imposibles de soltar. No se ven, pero sí espantan. Y el objetivo de ir al diván es nombrarlos para exorcizarlos, para reestructurar lo que se tiene en la mente.

La vida es fundamentalmente eso que llevamos dentro de nuestra cabeza, porque –a diferencia de lo que creían los antiguos egipcios– ahí dicen que está la conciencia: eso que pasa o que creemos que está pasando. Y precisamente somos todo aquello que no ha terminado de pasar. Esos fragmentos de nuestras vidas que sucedieron hace uno, cinco, dos, diez o treinta años, y que no han encontrado un final. Parte importante de nosotros está hecha de las risas que siguen sonando, de esas lágrimas que ya son sal y de maldades que se hicieron o se dijeron sin maldad. «Los fantasmas internos», les dicen a esos accidentes ajenos que marcan la carretera propia. Algunos de ellos, como el poema de Pacheco, nos tienen miedo a nosotros mismos, por eso se esconden, se ocultan, se avergüenzan, pero se quedan muy dentro de nosotros para atormentarnos con el ruido que emiten sus sombras, el tintineo de sus cascabeles.

Como aquel dictador argentino que una madrugada se levantó empapado en un sudor extraño y pegajoso, creyendo que estaba muerto pero aún seguía vivo, a veces uno despierta a la vida sudando extrañamente y tiene que hacer frente a esos atisbos de muerte, a esos minúsculos fragmentos del pasado, esas alucinaciones disfrazadas de sueños que están incrustadas en alguna parte de la mente o del corazón o de la realidad, y agarrar las fuerzas necesarias (de quién sabe dónde) para someterlas y enterrarlas en un diván o esconderlas debajo de la alfombra o donde quepan. Sólo así, con la valentía de quien se enfrenta a gigantes hechos de papel de estraza, se puede comenzar a poblar el cementerio con los fantasmas de uno, de dos, de tres o del mundo entero. Con suerte, una vez dentro de sus tumbas, no volverán a espantarnos. Buenas noches, dulces sueños. Dulces alucinaciones.

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