PIDO LA PALABRA
Decía George Bernard Shaw que la juventud es una enfermedad que se cura con los años; el problema es que llegamos a viejos y nos seguimos sintiendo enfermos; en la mayoría de los casos enfermos de soledad, enfermos por el abandono de nuestras fuerzas, enfermos por la apatía de aquellos por quienes los viejos se partieron el alma hasta quedar hoy secos por el desánimo.
Nos vemos al espejo y observamos alguna arruga que, apenas escasamente treinta años atrás, no teníamos. Y lo recordamos como si fuese ayer; ahora entiendo a Einstein, el tiempo es relativo, pues la mente de los maduritos está lúcida, joven, en plenitud; pero el cuerpo ya no responde a esa vitalidad y experiencia que caracteriza a la gente que ya tiene algunos añitos en este planeta.
Años de experiencia, de vivencias gozosas y algunas perniciosas; sano equilibrio de la vida que ahora nos permite valorar lo logrado mediante el esfuerzo personal y familiar; rodeados de muchachos bisoños farolones presumiendo sus victorias que nosotros ya hemos experimentado, y las suyas las sentimos al alcance de nuestra mano, las disfrutamos como si fueran nuestras, eso a veces es lo único que nos queda cuando nos enfrentamos a las nuevas generaciones que pretenden comerse el mundo de un solo bocado.
Al no aguantar su paso, no queda otra alternativa más que guiarlos, enseñarles el camino; aunque, ahí está la primera barrera entre las distintas generaciones; barrera inalterable, barrera de todos los tiempos, los jóvenes no quieren, no queríamos escuchar consejos, necesitábamos, y sigue sucediendo, experimentar nuestros propios errores, y el “te lo dije”, surge como una forma de desquitarnos de…nuestra falta de talento por no saber transmitir el mensaje de exhortación.
Se dice que “el que no oye consejos no llega a viejo”, verdad a medias, pues los jóvenes de todas las épocas siempre fuimos proclives a no escuchar recomendación alguna, ir contra la corriente es típico de la juventud, y no obstante ello, aquí estamos; siguiendo ese viejo ritual de aconsejar sin ser escuchados, de hablar sin ser oídos, de escribir sin ser leídos.
Vivir el tiempo, el de hoy, pues cualquier otro significaría vivir de los recuerdos del pasado o de la incertidumbre del futuro, y eso es perder el tiempo. Hoy entiendo que los jóvenes tienen sus propios intereses, ajustados a su época, distintos a los que ya estamos en una edad madura, aunque nos sintamos joviales y tiernitos todavía.
Muchos “déjá vu” han pasado en nuestras vidas, muchas alegrías, muchos sinsabores, muchas borracheras y resacas estarán escritas en nuestras bitácoras, pero como reza el refrán: “lo bailado y lo comido ya nadie nos lo quita”, ni el inexorable paso del tiempo, pues no obstante los años, todo eso lo seguimos disfrutando, pero reitero, sin quedarnos a vivir permanentemente es ese pasado.
Se dice que el tiempo nos cambia, yo creo que no, más bien nos ubica en ese lugar que nosotros nos hemos reservado con nuestros actos, con nuestras vivencias, pues hoy somos simplemente lo que nos fraguamos ayer, el tiempo no nos cambió, solo nos maduró como a los buenos vinos, pero seguimos siendo el mismo vino, la misma cosecha que tarde o temprano se acabará.
El tiempo no se detiene, cada segundo es una nueva vida, cada instante es solo una quimera que como llega se desvanece; entonces sigamos al pie de la letra esa frase trillada de vivir cada día como si fuese el último de nuestra existencia, algún día lo será; pero cuidando siempre de no pasar sobre un estado de nuestra conciencia; tampoco será correcto que, por vivir desaforadamente, lastimemos a nuestros semejantes.
Cada año que transcurre también es un año menos, pero no importa si sabemos que hemos dejado una semilla bien firme en esta tierra, una semilla que seguirá dando esos frutos que en nuestro nombre y apellido continuará contando las historias de esos viejos, que hoy sé, se sentían tan jóvenes como cuando alguna vez físicamente lo fueron.
Las palabras se las lleva el viento, pero mi pensamiento escrito está.