LAGUNA DE VOCES
Los libros empezaron a formar olas en sus páginas. El techo sin plafones, luego de quedar inservibles por la humedad, dejaron ver una estructura de cemento de la que colgaban gotas que esperaban su turno, para caer en decenas de cubetas colocadas a lo largo de la oficina, hasta formar una especie de coro, con un eco semejante a las grutas de profunda voz y duración que se diría eterna, al estamparse contra el balde de plástico.
Nadie escapa a la lluvia machacona que descansa unas horas en la tarde-noche, para regresar briosa, rotunda, en las madrugadas, y hace que uno se levante con la intención de rescatar de la muerte segura las historias que se dejaron para leer quién sabe cuándo, como si la vida fuera eterna.
Uno supone que los libros habrán de correr a las manos y brazos de quien los merezca, los reciba como un perrito maltratado y olvidado por sus dueños; y los atenderá con ternura, les quitará el dolor de verse con un cuerpo de hojas pegadas unas con otras por el agua, les dará calor un secador de cabello, y finalmente los colocará en un lugar privilegiado de su librero, como damnificados de un huracán.
También uno supone, que tiempo después, cuando la historia particular haya llegado a su fin, serán abiertos en una lectura plena de cariño, de evocaciones, de recuerdos, que los harán recuperar la vocación por la vida plena de todo libro, que se regocija al mirar los ojos de quien los lee, y los ve emocionados, a veces incluso con lágrimas de por medio, pero sobre todo, inmersos en un nuevo universo.
Si atendemos lo que han dicho escritores como José Emilio Pacheco, el poema, el texto, pertenece sobre todo a sus lectores. Deja de ser propiedad única de su autor, y puede ser que por eso empeñamos tantas esperanzas en los libros físicos, porque siempre serán nuevos, únicos, a partir de quien decida leerlos.
Por eso hacemos anotaciones, subrayamos, y esperamos que quien salve a estos pobres ejemplares del destino trágico de la lluvia y las goteras que pretendieron liquidarlos, algún día, cuando tomen el ejemplar que atesoramos con singular cariño, y destacamos con estrellas y palomitas sus párrafos que nos sorprendieron, ilustraron, abrazaron, hagan lo mismo con quien se tope con esa página, en el día del mes y año, incluso la hora que nos tocó a nosotros.
Importa muy poco si no fuimos los autores originales de la novela, el cuento, el poema. Fue nuestro desde que lo leímos y nos hizo caminar, lado a lado con la autora, el autor. Y muy posiblemente agregamos algo en esa única edición que muy probablemente se haya transformado sin darnos cuenta, pero que descubrirá con emoción quien lleve su mano al librero donde llevó ese y otros ejemplares, para consentirlos, decirles que su vida nunca acabará, y será eterna.
La lluvia, las grietas dejadas en el techo, por un colado hecho a la carrera, despertaron de su destino a los libros que había enlistado para leer dentro de quién sabe cuántos años, y fruto de las gotas precisas que cayeron en sus hojas, en sus letras, de repente se vieron rescatados, colocados primero en un cerro de congéneres suyos, para después verse únicos, dignos como siempre, porque son leales, silenciosos, siempre a la espera.
Así que, después de todo, este temporal vino a dar luz a los personajes más eternos y necesarios: los libros de papel, frágiles como pocos materiales, pero compañía para siempre en quien los necesita y los recuerda.
Mil gracias, hasta mañana.
@JavierEPeralta