RETRATOS HABLADOS
En el México de hoy, la palabra “lealtad” ha sido estirada, manoseada, traicionada. Se exige lealtad al partido, al presidente, al patrón, al jefe. Pero rara vez se pregunta: ¿y la lealtad a uno mismo? ¿Dónde queda?
Platón, que creía en un orden justo para el alma y la ciudad, advertía que donde hay injusticia, hay desorden. Y hoy, México parece vivir más cerca del caos que de la armonía. ¿Cómo ser leales a un sistema donde tantas cosas funcionan al revés?
Aristóteles decía que el ser humano encuentra su plenitud en la comunidad, pero también que vivir bien es vivir con virtud. ¿Es virtuoso el ciudadano que calla ante la mentira? ¿El que se acomoda a lo injusto por miedo o comodidad?
Maquiavelo, más frío y pragmático, lo habría entendido. Él decía que los hombres son leales mientras les convenga. Y en estos tiempos, la lealtad se cotiza: se compra, se intercambia, se finge. Como si fuera una ficha más del juego político.
Hobbes, en su idea del contrato social, pedía obediencia al soberano a cambio de seguridad. Pero ¿qué pasa cuando el soberano ya no protege, ya no escucha, ya no cuida? En muchas partes del país, el Estado ha desaparecido, y con él, su derecho a pedir fidelidad.
Rousseau, con su aire de soñador, creía en la voluntad del pueblo. Decía que el hombre nace libre, pero vive encadenado. Aquí, los grilletes son la impunidad, la corrupción, el clientelismo. ¿Cómo ser leal a una cadena que uno no eligió?
Hegel confiaba en que las instituciones eran la cuna de la libertad. Pero cuando esas instituciones se vuelven cascarones vacíos, la lealtad ya no es virtud, sino resignación.
John Rawls soñaba con una sociedad justa, donde todos aceptaran las mismas reglas. Pero en México, muchos viven con las reglas cambiadas o simplemente sin reglas. En ese tablero inclinado, la lealtad al sistema suena más a sumisión que a justicia.
Alasdair MacIntyre nos recuerda que la verdadera lealtad nace de una tradición moral viva. Y quizá por eso, en este país, la lealtad más firme no se le tiene al Estado, sino a la comunidad, al barrio, al padre que enseña a trabajar con dignidad, a la abuela que no se vende por una despensa.
Judith Shklar lo dijo claro: la lealtad solo es virtud cuando no exige obediencia ciega. México no necesita fieles sin conciencia, sino ciudadanos con memoria y juicio propio.
Y George Fletcher, quizás el más humano, afirmaba que la lealtad no nace de ideas abstractas, sino de vínculos concretos. Aquí, esa lealtad se ve en quienes ayudan sin esperar nada, en quienes no mienten, aunque nadie los vigile, en quienes siguen luchando, aunque estén solos.
Hoy, más que nunca, ser leal a uno mismo es un acto político. Porque en un país donde lo torcido se ha vuelto costumbre, lo recto incomoda. La lealtad verdadera no se grita en mítines ni se firma en discursos. Se demuestra en el silencio de quien no se vende, en la palabra de quien dice la verdad, aunque duela, en el gesto de quien hace lo correcto, aunque cueste.
Tal vez por eso, como decía Sócrates antes de beber la cicuta: una vida sin examen no merece ser vivida. En México, examinar la lealtad se ha vuelto urgente. No para traicionar, sino para no traicionarse
Mil gracias, hasta mañana.
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