UN ADULTO RESPONSABLE
Dedicado a l@s niet@s amoros@s
Mi abuela tenía cáncer, así, sin el mayor atisbo de empatía lo había dicho el médico. Mi abu lo tomó con mucha valentía, pero sobre todo con muchísima dignidad. No lloró, pero tampoco se despreocupó. Anotó con cuidado las medicinas del tratamiento y me ordenó que no se lo dijera a nadie.
—A nadie, Julián —enfatizó con la mirada más seria que le había visto jamás.
El tratamiento fue muy liviano al principio, unas cuantas pastillas a la semana y los dolores nocturnos de casi diario eran los únicos testigos (claro, además de Laika y yo) de su enfermedad. Fuera de eso, siguió su vida con aparente normalidad.
Incluso, seguía teniendo sus tardes de lotería los jueves por la noche con sus amigas, solo que ahora bebía menos de aquel licor de anís, pero apostaba un poquito más. Yo era el encargado de hacer que no se notara cuando le llegaban aquellos malestares extraños, por lo que comencé a ser más servicial que en antaño y a estar cerca cuando sus amistades estaban presentes, tal vez alguna notó algo, pero nunca lo dijeron. Ella siempre respondía lo mismo: “Claro que estoy bien, pero podría estar mejor con Juan Soler a mi lado” cuando alguna le preguntaba sobre su estado de salud (tal vez a veces no entendía su lógica, pero su humor era lo mejor).
Por su parte, Laika no se separaba nunca de ella, al punto que tuve que mover el tapete donde dormía a su cuarto. Salvo para comer, ir a misa o en las consultas médicas, mi abu siempre la llevaba consigo.
La fe inquebrantable y la disciplina con la que llevó a cabo su tratamiento, le permitió vivir de forma decorosa por más de siete años, pero llegó el momento en el que el cuerpo ya no le respondió.
Una mañana, la mujer que nunca se quejaba, lanzaba constantes alaridos de dolor; la guerrera que siempre veía el lado positivo de las cosas, se quedó postrada en la cama; mi abu, mi inspiración, había llegado al final de su vida.
Todavía llegamos al hospital y se quedó en observación por unos días, pero yo sabía, como lo sabía ahora con Laika, que el asunto ya no tenía solución.
Un día que regresé de “echarle un ojito” a Laika (aunque se negaba a comer desde que estábamos en el hospital), mi abuela me invitó a acercarme y con un hilito de voz me dijo:
—Lo siento, mijo. Yo sé que fue una promesa, pero Laika te necesita, cuídala, por favor.
Mi abu falleció al día siguiente, y después de hacer todos los trámites, llegué abatido a casa. Ahí estaba Laika, triste, a punto de una inanición voluntaria y entendí el por qué de las últimas palabras de mi abu. Me olvidé de todo por un momento y corrí con don Juventino, que le aplicó una intravenosa. Una semana después Laika recobró la salud y pudo volver a casa conmigo.
No puedo decir que fuimos felices, pero nos adaptamos. Tan previsora como siempre fue, mi abu dejó un dinero en su testamento para “su perrita lunática” y para “su nieto favorito” (difícil que fuera de otra manera, porque era el único que tenía) y me encomendó la misión de donar el resto para alguna actividad benéfica de mi predilección, yo aposté por los niños de la casa hogar, porque quedarte sin padres y que deba cuidarte tu abu es algo que no le deseo a nadie.
Poco a poco fui cumpliendo con mi deber, religiosamente le daba de comer a Laika y comencé a llevarla yo también a todos los lugares donde me era posible. íbamos con don Juventino cada vez que sentía que algo iba mal y permaneció conmigo en las malas y en las peores, fue mi motor, mi motivo de lucha. Por eso, escuchar las palabras del veterinario me destrozó por dentro, pero había hecho un par de promesas y debía cumplirlas.
La primera a los 18, cuando mi abu me vio a punto de tomarme una caja completa de somníferos. No me regañó, solo en voz baja me dijo:
—Julián, prométeme que vas a cuidarme, por favor. Te necesito. Después, haz lo que quieras.


