Un adulto responsable
Un cuento dedicado a las abuelitas
—Ya no hay mucho que podamos hacer por ella, Julián, si acaso darle algunos medicamentos paliativos, pero fuera de eso, nada más. Es una perrita muy vieja… Y, como ya te dije alguna vez, si quieres dormirla, yo te puedo ayudar —dijo el doctor con la mirada triste y la voz entrecortada.
Yo estaba ya bastante resignado, pero mi primer pensamiento fue hacia mi abu, como siempre. Sabía que no habría permitido que Laika sufriera y por eso le dije al veterinario lo que había estado postergando:
—Si no hay otra solución… —y me encogí de hombros.
Él agendó la cita para dos días después y yo regresé con Laika en brazos a la casa.
Al llegar, la acosté en su tapete. Pobrecita, apenas y se movía.
Yo me desparramé en el viejo sillón beige a pensar en lo que habíamos vivido con ella.
Recordé el día que llegó a nuestras vidas, el cómo llovía a cántaros y ella apenas ladró al otro lado de la puerta principal, antes de comenzar a arañar la madera, con la esperanza de que la dejáramos entrar.
No habían pasado ni cinco segundos desde que giré la chapa (más preocupado por la madera que por el pobre animal), cuando le diste su nombre.
—Laika te llamarás.
—¿Por qué le das nombre, nos la vamos a quedar? —pregunté, sin ganas de cuidar a un animal y tratando de agarrarla.
—¿No ves cómo arañaba la puerta, mijo? Esta perra está loca… Una verdadera lunática. Nos la vamos a quedar y Laika se va a llamar.
—¿Cómo sabes que no tiene dueño? Cuando termine la lluvia, seguro alguien la reclamará. Espera un momento… ¿Por qué Laika?
Tardé un tiempo en entender la lógica de mi abu. Si la perrita era una “lunática” entonces se tenía que llamar como la que fue al espacio. Si bien ese argumento tenía al menos dos fallas: la primera era que, aunque nunca se supo a ciencia cierta de qué raza era Laika, chihuahua, como la que teníamos desacomodando todo a su alcance, seguro no era; y la segunda, Laika fue al espacio, pero no a la luna. Pero la casa no era mía y mi abuela podía hacer lo que quisiera en su espacio, por lo que la perrita se quedó y Laika se llamó.
Tal como vaticinó mi abu, nadie reclamó a la recién nombrada perra y tres días después fui al consultorio de don Juventino (el mismo que hoy la va a dormir) para hacerle un chequeo general.
Estaba sana, tenía menos de dos años y solo le hacían falta sus vacunas. De su tiempo en la calle solo le quedó ese carácter áspero, propio de la raza, que nunca le pudimos quitar, pero que se aminoraba cada que alguno de los dos la tomaba entre sus brazos.
La perrita fue la adoración de mi abu, la llevaba a casi todos lados, le tejió ropita y le daba de comer. Ella correspondía moviendo la cola y siendo la protectora de la casa cuando no estábamos (claro, el gruñido le ayudaba, pero cuando ladraba, los maleantes se habrían dado cuenta que no era de esos perritos difíciles de dominar). No sé si ella estaba consciente de ese pequeño “defecto”, pero de hecho, no solía ladrar, solo lo hacía en los momentos especiales, sobre todo cuando algo andaba mal.
Por eso, una mañana de enero, me sorprendió despertar con los ladridos incesantes de Laika en el cuarto de mi abu, fue la primera vez que la vi desmayada. Los años me habían curtido lo suficiente como para llamar a una ambulancia y tratar de reanimarla. Cuando despertó, Laika dejó de ladrar por fin y ella le restó importancia al asunto:
—Déjame, mijo, con los años me he vuelto torpe, solo fue un tropezón y nada más.
Nunca le creí, y con el tiempo ella dejó de mentirme…
Nota: La segunda parte, la próxima semana.


