De ficciones y figuraciones
«Juzgar que la vida vale o no vale la pena de ser vivida equivale
a responder a la cuestión fundamental de la filosofía.»
Albert Camus
Alex tenía tan sólo trece años cuando tomó la decisión. Decidió a esa edad en la que se es demasiado joven para comprender la vida y sus jodas. Demasiado joven para saber que nunca se reduce al mal momento que se atraviesa, aunque así lo parezca, y que el dolor —tan absoluto mientras dura— jamás es una condena perpetua. Era todavía muy pequeño para saber que el tiempo es más que un mal momento; que el dolor no es una constante; que todo, absolutamente todo, puede negociarse, y que la vida –en su fragilidad– puede irse en un maldito instante.
Antes de la decisión, Alex era todavía el muchacho bonachón que coleccionaba carritos que su abuelo le compraba en el puesto de periódicos, el que jugaba Minecraft, el que se dejaba arrastrar por la algarabía del fútbol y el bullicio de los amigos. Tenía sueños modestos y, por lo mismo, inmensos: quería ser ingeniero, como su abuelo. Sus padres lo celebraban, sus profesores lo ponían de ejemplo. Decían que había madurado antes de tiempo, como si crecer antes que los demás fuera siempre una virtud y nunca una carga.
Antes de que Alex decidiera, nadie sospechó nada, y ese es el problema: que a menudo quienes parecen más enteros son también los que más silenciosamente se resquebrajan.
No fue sólo Alex. También Raquel, que con veintisiete años nunca logró reconciliarse con un cuerpo que juzgaba insuficiente bajo la tiranía de las imágenes. También Javier, hostigado en la secundaria, golpeado en el silencio de los pasillos, sin jamás acudir a la psicóloga. También Juan, arquitecto septuagenario incapaz de sostener la mirada de ese extraño que le devolvía el espejo con el paso de los años. Para todos ellos, como para tantos otros, el suicidio llegó antes que la muerte.
Cada 10 de septiembre se recuerda a quienes hicieron esa elección definitiva, se conmemora el Día Internacional para la Prevención del Suicidio –aunque no sé si la palabra «conmemorar» sea la adecuada– porque se trata más bien de una jornada de advertencia y duelo, de reflexión sobre la necesidad de sostener a quienes aún vacilan en la cuerda floja de la vida: padres, madres, hermanos y amigos que entienden como un punto y seguido aquello que su ser querido determinó un punto final.
Los datos son duros: unas ochocientas mil personas mueren cada año por su propia mano en el mundo (OMS, 2020), una cifra que excede por mucho a la de las guerras o los homicidios. En nuestro país, la tragedia se concentra en los jóvenes. En México, el suicidio es ya la segunda causa de muerte entre quienes tienen entre quince y veintinueve años.
Quizá lo más terrible de todo es que rara vez esa decisión se toma con convicción plena: lo que se quiere no es acabar con la vida entera, sino con la parte de ella que resulta insoportable, con la fatiga que oprime el pecho, con la ansiedad que oscurece el futuro. En ese túnel en el que de pronto todo parece cerrarse, la salida más drástica aparece como la única.
Esta semana vale la pena recordar que la salud no consiste únicamente en librarse del dolor físico, también es en habitar entornos donde se cultiven vínculos y afectos, donde se pueda hablar sin juicio ni vergüenza, donde sea posible pedir ayuda sin sentir que se traiciona una fortaleza que en realidad nadie nos exige.
Alex, Raquel, Javier, Juan y cientos de miles de personas alguna vez necesitaron esos espacios. El impulso de cada uno no surgió de la nada ni de una debilidad personal, sino de un dolor que, en ese momento, era completamente real y abrumador. Necesitaron escuchar que la vida, incluso en su complejidad y en su fragilidad, puede encontrar otro sentido cuando alguien más nos ayuda a buscarlo, que la desesperación, aunque se sienta eterna, puede transformarse, que la soledad suele ser engañosa.
Existen muchas maneras de habitar el mundo y, aunque los lugares más sombríos a veces parecen no tener salida, es posible encontrar un respiro, un espacio para respirar diferente; la claridad llega justo cuando nos encontramos frente a él.
La vida –en efecto– puede irse en un instante, pero también, y esto es lo que nunca debe olvidarse, puede encontrar un momento de pausa, una oportunidad de pedir ayuda, aunque sea complicado.