Pido la palabra
La búsqueda del bienestar y la evasión del sufrimiento son inherentes al ser humano; todos aspiramos a una vida plena, por lo que naturalmente nos inclinamos hacia aquello que nos brinda satisfacción y nos alejamos de lo que nos causa dolor. En la familia, encontramos ambos extremos: momentos de profunda alegría y también de gran dificultad; la familia, como la vida misma, transita por ciclos de bonanza y adversidad.
Cual auténticos seres humanos, llenos de defectos y limitaciones, siempre estamos en la búsqueda de la perfección en el mundo exterior; y a veces este lugar lo encontramos en un rincón muy alejado de nuestros principios, nuestra inmadurez e ignorancia nos ciega y nos lleva a la temporalidad placentera que a veces resbala al precipicio de la inmoralidad; pero, en descargo de la conciencia siempre buscamos la fácil justificación del ¿a quien le dan pan que llore?
Es natural aceptar aquello que satisface nuestras necesidades, pero también es evidente que vivimos en una constante insatisfacción; buscamos más, deseamos más, y nos sentimos validados cuando recibimos atención o reconocimiento. Esta actitud hedonista nos convierte en consumidores insaciables de placer.
Sin embargo, esta sensación de satisfacción se ve frustrada cuando nos damos cuenta que no somos el ombligo del mundo y que para obtener esos privilegios tenemos que esforzarnos día con día en las tareas que nos corresponden dentro del ámbito social, e incluso en algunos casos tenemos que sacrificar algún otro beneficio menor, con el afán de conseguir el bien deseado; cosa nada del otro mundo para aquel que está acostumbrado a la lucha diaria pero constructiva.
Debemos reconocer que no para todas las personas es lo mismo, hay quienes creen merecerlo todo sin aportar nada, y en ocasiones, esta idea se refuerza por comodidad, apatía o ambición, es aquí donde empiezan los conflictos de intereses: quiero tener más, pero dando poco o si es posible, nada a cambio; quiero disfrutar sin que haya nadie que se oponga a mis deseos, y si acaso lo hubiese lo consideramos como alguien en quien debemos desconfiar.
Esta actitud de recibir pero no dar es la generadora de todo tipo de conflictos, de naturaleza familiar, laborales y, por supuesto, conflictos sociales como los que actualmente nos aquejan; todo mundo pelea hasta con los dientes para lograr derechos, pero esa combatividad la olvidan cuando se trata de cumplir obligaciones, y egoístamente pensamos que primero debe estar nuestra satisfacción personal y luego la de los demás si es que sobra un lugarcito para ello; la filosofía materialista de esta época es “primero yo, luego yo, y finalmente yo”.
En el hogar, se exige atención sin colaborar, pues se espera que otros adivinen nuestras necesidades; en el ámbito escolar, las responsabilidades se evaden con facilidad; en el trabajo, se demandan recursos sin considerar su uso racional. Se pelea por obtener beneficios, pero una vez conseguidos, se desestima su valor o se les da un uso inapropiado.
Lo cierto es que todos deseamos ser felices con el menor esfuerzo posible, lo cual es comprensible, pero el problema surge cuando ignoramos las necesidades ajenas y actuamos con egoísmo; en muchos casos, la cohesión social se convierte en un discurso vacío.
Es el signo de la época, nos ponen la zanahoria enfrente y corremos presos de la manipulación que ejercen en nosotros para conseguirla, o en el peor de los casos, esa necesidad de perseguir la vida fácil es lo que a algunos los ha llevado al camino difícil y sin retorno de la delincuencia; buscamos la perfección que el placer refleja, y no nos damos cuenta que la felicidad está en nosotros mismos, en la tranquilidad de nuestra conciencia, en ir a la cama sabiendo que mañana, con seguridad, siempre habrá una nueva oportunidad para mejorar sin pisotear a los demás; ¡sí se puede!, la voluntad, el esfuerzo y la buena fe, deben vencer a la indolencia y a la indiferencia por nuestros semejantes.
Las palabras se las lleva el viento, pero mi pensamiento escrito está.