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La sopa de fideo

Javier Peralta
5 Min de Lectura

LAGUNA DE VOCES

Cuando servía el plato de sopa humeante en la pequeña mesa del comedor, todo se transformaba. Llegaban los recuerdos de la primera casa a donde llegamos en una colonia perdida entre terregales y calles de piedra, a casi una hora y media del centro de la capital del país. Fueron años difíciles, pero siempre adquirían un nuevo rostro cuando el frío desaparecía al simple conjuro del fideo que nadaba en el caldo de pollo recién hecho, y el corazón incluso se calentaba junto con la esperanza de que papá encontrara trabajo, de que nos llevara a una casa donde podía empezar nuestra historia, la de la familia. 

Olía a dulce de coco todo el tiempo. Justo al lado de la casa del sobrino de padre, hacían cocadas al ritmo de Mike Laure y el “039”, “Tiburón a la vista”, entre muchas otras que el señor de bigotes blancos y maestro dulcero, bailaba siempre alegre, ajeno a decenas de familias que habían llegado a una colonia, donde aseguraba que todo era cuestión de medir un terreno a grandes zancadas para hacerse de su propiedad. Es decir, en los términos que luego se acuñaron, todos eran “paracaidistas”.

Hasta apenas que me topé con ese recuerdo, me acordé de mí antes de los cinco años, cuando se mira con tanta ilusión la vida, que da lo mismo si alrededor todo parece que empieza a caerse de manera irremediable, y en algún momento se vio como alternativa regresar al pueblo, dejar por la paz todos los planes para transformar el futuro con la escuela, con la universidad a donde las hijas del tío de papá habían llegado para estudiar Economía.

Arreciaba la preocupación, a veces hasta se contagiaba, pero la sopa de fideo servida en la mesita del cuarto donde aterrizamos en casa del sobrino que cantaba como Javier Solís, de su esposa Ángeles, de sus hijos Eloy, Modesto y Lulú, no solo nos llenaba de calorcito en esos tiempos que hasta ahora veo siempre fueron fríos, sino que hacía que renacieran los sueños de papá y mamá, las grandes esperanzas de que camináramos por los corredores de la UNAM, de que cambiara el destino que seguro ellos conocían y simplemente no deseaban para sus hijos.

A muchos el olor de un perfume, de una flor, de un lugar, nos traen a la memoria lo que pensábamos olvidado. A otros un plato de sopa humeante de fideo, cuando ella, mamá, se daba cuenta que las ilusiones, los sueños deben alimentarse, procurarse y consentir también.

De nuevo llueve como en esas épocas. Parece que ya nunca parará la machacona mano que tamborilea con sus dedos el techo de las casas, el piso del patio, las hojas del árbol que se yergue con el rostro hacia el cielo porque sabe que el agua lo fortalece.

Toda la memoria se nutre de pequeños elementos para despertar, y traer en un instante las escenas más plenas de sentimiento en un cuarto, una mesa diminuta, y las manos de mamá que dejaban frente a sus hijos un plato de sopa de fideo, calientito, con ganas de abrazarnos el corazón, el alma, los ojos que se abrían sorprendido por ser tan bendecidos en una tierra que no era la nuestra, en una ciudad tan siempre olorosa a dulce de coco.

Prueba a dejar en la memoria de quienes amas, una señal para que se acuerden de ti cuando ya no estés en estos rumbos. Que no sea complicado de hacer ni de pedir en ninguna parte, aunque siempre será mejor si las manos amables de quien te quiere la trae a tu mesa. La sopa de fideo funciona como pocas, porque es mágica; porque cada vez que llevas a tu boca una cucharada, pruebas que nunca olvidas lo que marcó tu camino con las manos que preparaban sí, la sopa, pero sobre todo tu equipaje de felicidad para toda la existencia.

Mil gracias, hasta mañana.

Correo: jeperalta@plazajuarez.mx

X: @JavierEPeralta

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