POR EL DERECHO A EXISTIR
“Mi abuela fue una mujer muy ruda, pero en sus últimos años me pedía que viviera sin ataduras ni resentimientos”. Esa frase, que en su momento parecía solo un consejo más, con el tiempo ha cobrado un peso profundo para Laura Isabel. Esas palabras, nacidas de la experiencia y el desgaste de los años, hoy resuenan como una guía silenciosa para vivir con mayor libertad emocional, sin el peso del qué dirán.
Quizá esa fue su forma más amorosa de decir que se puede sanar, incluso cuando no se aprendió desde la ternura. Muchas personas de generaciones anteriores crecieron bajo normas estrictas de disciplina y obediencia, donde el afecto era escaso y la dureza, una forma de supervivencia. Para nuestros padres, madres, abuelos y abuelas, educar muchas veces significó imponer, castigar, reprimir. A los hombres, en particular, se les enseñó que llorar era una debilidad, un “privilegio” reservado para las mujeres, y que mostrar emociones era sinónimo de fragilidad.
Romper con esos patrones ha sido un trabajo arduo, muchas veces doloroso. No siempre se logra, y las consecuencias de no hacerlo son visibles: hombres con escasa inteligencia emocional, incapaces de gestionar sus sentimientos, que recurren a la violencia como única vía de expresión. No es casualidad que las tasas de suicidio sean más altas entre los hombres, ni que la mayoría de los feminicidios sean cometidos por ellos. La represión emocional no solo daña al individuo, sino que también fractura a la sociedad.
Sin embargo, hay señales de cambio. Una nueva ola de pensamiento y acción comienza a cuestionar esos modelos heredados. Como dice Diego Torres, “es mejor perderse que nunca embarcar”. Hoy se apuesta por educar desde el respeto, la empatía y la escucha. Se reconoce el valor de la ternura como herramienta de transformación. Y en ese proceso, la sabiduría de los años no se desecha, sino que se resignifica: se aprende de los errores del pasado para construir un presente más humano.
Vivir sin ataduras ni resentimientos no es olvidar lo vivido, sino liberarse del peso que impide avanzar. Es honrar a quienes, como la abuela de mi compañera, hicieron lo mejor que pudieron con lo que sabían, y al mismo tiempo, atreverse a hacerlo distinto. Su consejo, nacido desde la dureza, se convirtió en una brújula para ella y quienes la rodean. Gracias a él, su hija ha podido ser una mujer independiente, capaz de comerse el mundo a rebanadas.
Reír ante las adversidades, como ella aprendió a hacerlo, es también un acto de resistencia. Y en esa risa, en esa libertad conquistada, vive su legado.