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La psicología de la violencia en México 

Luis Ángel Martínez
10 Min de Lectura

LUZ DEL PENSAMIENTO

En 1950, en «El laberinto de la soledad», Octavio Paz escribía que: “el mexicano y la mexicanidad se definen como ruptura y negación, como voluntad por trascender de ese estado de exilio”. Como muchos autores en el siglo XX, Paz estaba bastante influenciado por el psicoanálisis y de ahí que, desde lo mental, estas frases tengan implicaciones bastante interesantes a la hora de comprender las actitudes, valores y creencias que construyen las motivaciones del mexicano. No hay una “psicología del mexicano”, hay psicologías que cambian con el tiempo. Pero uno de sus rasgos más característicos tiene que ver con esa frase y también describe cómo el mexicano busca ser el “macho”, un ser hermético, encerrado en sí mismo y que su hombría la mide con invulnerabilidad contra el mundo exterior. Hasta acá puede parecer poco claro cuál es el rasgo mental que aqueja al mexicano, pero Octavio Paz puso dos temas sobre la mesa: 1) el mexicano tiene un enorme conflicto con su identidad y 2) el mexicano está obsesionado con su hombría. Las conclusiones de este famoso escritor se resumen en seis palabras: «la imagen que hacemos de nosotros». Una idea simple, pero que fue estudiada más a fondo desde el siglo pasado.

El psicólogo austriaco, Alfred Adler, se volvió reconocido en su momento con un hallazgo al que denominó el «complejo de inferioridad», que sería un proceso donde la persona intentaría compensar con mayor o menor éxito sus propias deficiencias. Un carácter causado regularmente por exceso de frustración o pérdidas. A esta personalidad podemos identificarla en los comportamientos de muchas personas a nuestro alrededor, e incluso, verla en nosotros mismos. Pero muchas veces son fenómenos frecuentes y normales. Sin embargo, este fenómeno puede llegar a tener consecuencias patológicas y gravemente dañinas tanto para la persona que lo padece como para su alrededor. El mexicano y la violencia están íntimamente ligados a un complejo de inferioridad. El mexicano siempre busca ser el “macho”, sea hombre o mujer, intenta ser este sujeto perfecto, que sufre, pero no siente, indiferente al dolor o al peligro, este que siempre «aguanta vara»; desde niños se le enseña a sufrir con dignidad o ser siempre el mejor —no darse por vencido es una virtud, pero nunca aceptar una derrota, un problema—. El mexicano teme verse derrotado, en inferioridad, en reposo o herido. En otros pueblos abrirse da paso a experimentar lo exterior y es visto como algo deseable, necesario y un signo de vínculos profundos con los otros; para el mexicano es sinónimo de debilidad, traición y hasta cobardía.

En el complejo de inferioridad estos problemas intentan compensar con el extremo contrario. Quien se siente inferior busca ser más vistoso, más enérgico, más dominante. En la escuela, el trabajo y el día a día estas personas buscan cómo sentirse más que los demás, y cuando atacar con la superioridad y la arrogancia no son suficientes, la violencia deja sus formas sofisticadas como la violencia de clase, de género, psicológica o verbal, y regresa a sus orígenes más antiguos: la violencia física. Según la UNAM, 1 de cada 7 mexicanos ha sufrido algún tipo de delito. El violento vive bajo una marca, una ausencia que le hace sentir menos y que intenta tapar, esconder, haciéndole la vida a otros bastante difícil. E incluso llevándoselas en muchas ocasiones. El hombre violento con su esposa algunas veces se siente inferior ante su pareja, se ve disminuido y empobrecido, otras veces al mirar hacia lo que “deberían ser sus logros” se lleva un mal sabor de boca que le hace sentir menos hombre. El maltrato, la violencia y la misoginia tienden a ser las

formas criminales y patológicas en las que un personaje violento intenta ocultar su inferioridad antes que aceptarla o resolverla.

La violencia en México tiene panoramas culturales, la «narcocultura» es su ejemplo más específico: el culto, la idealización, el fanatismo y la admiración por la vida del crimen organizado. Pero ser violento no parte de algo tan imitativo como estas películas, series o canciones. La narcocultura es más que un fenómeno televisivo o musical, es una forma de vida. Los jóvenes que terminan en el narcotráfico regularmente no lo hacen por la narcocultura, sino que el mismo narcotráfico de sus comunidades los hace trabajar allí; se abre como una solución para el joven o el adulto con terribles condiciones de vida, lo aleja de las fábricas y el campo, y de la noche a la mañana lo empoderan. La narcocultura seduce a cualquiera, es la posibilidad de volverse intocable, empoderado con dinero y armas, se convierte en la mejor salida para el complejo de inferioridad. Tapa y esconde las heridas personales bajo la máscara de un “macho”. Los ambientes de crianza difíciles, la marginalización tolerada por las autoridades y la extrema desigualdad, crean un caldo de cultivo para quien es violento y alimentan el resentimiento con el que ahora se venga de los demás.

La violencia y sus causas no están solo en la gente de pie, muchos personajes políticos han demostrado cómo la violencia y sus decisiones se fundamentan sobre su pobre percepción de sí mismos. Como ya es conocido: Hitler no fue aceptado en una escuela de pintura, junto a que sus obras constantemente fueron y han sido criticadas por su mala técnica y habilidad. Stalin, en los últimos años de vida de su madre, fue a verla para anunciarle que ahora tenía el poder de los zares rusos, a lo cual esta solo le dijo que mejor hubiera sido sacerdote. Un caso de México está con Gustavo Díaz Ordaz, cuya historia familiar está bien relatada, pues constantemente su madre decía que no quería a su hijo porque estaba feo.

Los horrores y los actos de estos hombres se han mencionado hasta el cansancio, pero algunas veces se omite un dato importante y es cómo esta inferioridad —este sentimiento de que a pesar de todo aún no se termine de ser suficiente— afecta las decisiones y actuar de la gente, mostrando un estado que hace lo posible por no verse menos, cueste lo que cueste y dañe a quien dañe. Quien no afronta su propia inferioridad, o peor aún, la ve inaceptable; se condena a tratar de ocultarla. Todos esos sentimientos de minusvalía, baja autoestima, pobre tolerancia a la frustración, etc. Se movilizan en intentar aparentar lo contrario: dominancia, confianza, y, sobre todo, violencia. La violencia se aparece para cambiar las reglas del juego, quien gana es la vara con la que se mide; el asesino mata para sentir el poder que no tiene y quien reina en su propia casa a través de la violencia lo hace solo porque así puede.

La triste trampa de compensar la inferioridad está en que quien lo hace solo se miente a sí mismo. Cree que su debilidad es invisible. El violento en todas sus versiones, esté en la escuela, la casa o el trabajo, sea apenas un niño o un anciano, hombre o mujer; maquilla su inferioridad al hacer un daño sistemático a grupos o personas vulnerables, afirma su falsa superioridad comparándose con gente marginada. Se cree el mejor de un mundo en que solo él vive. La violencia tiene una gran influencia en México por cómo hemos construido nuestra cultura, vernos como inderrotables, con una dignidad que depende del éxito y el poder. Sobre exigirnos nos enferma porque nos enfrenta con la realidad: que no somos tan buenos como creemos. Y, si esta realidad no quiere ser aceptada, la compensación y violencia hacen que uno sea mejor por la fuerza, dañando a los

demás y a uno mismo. Cambiar la perspectiva que tenemos de nosotros mismos, responsabilizarse, aceptarse y no intentar solucionar todo lo que veamos con la violencia, abre el panorama para soltar la compensación que se arrastra y se cumple sin importar el dolor y miseria que les puedan ocasionar a otros.

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