LAGUNA DE VOCES
La muerte empezó a tener permiso como en el cuento, pero no para impartir justicia en contra de un cacique, o castigar la maldad de una persona. Al contrario, cuando nos dimos cuenta ya estaba en manos de los que la invocan para hacer daño a otros, causarles dolor y hasta ganas de llamarla para que terminara su sufrimiento. Primero con un muertito encobijado en la carretera de una comunidad que nadie conocía, después en la cabecera municipal, y de pronto en plena ciudad, debajo de un puente el cuerpo con la cara destrozada, y al rato colgado con la lengua de fuera. Primero que se lo habían buscado, que si así habían acabado era por algo, porque seguramente se quiso pasar de listo con “ellos”, y ellos son algo así como ángeles del infierno que no deben ser nombrados por su nombre a riesgo de ser presa de su encono.
Existía, así lo creíamos una especie de justicia entre los malos que gustaban de matarse en cantinas de colonias olvidadas, cobrarse venganza con cuernos de chivo que rafagueaban plomo de manera quirúrgica, con uno que otro simple cristiano por estar a la hora y en el lugar equivocado. Ni modos, así es la vida, y a otra cosa, porque hablar de muertos que no se la habían buscado creaba la sensación de que algo raro pasaba.
Hasta que las balaceras quirúrgicas terminaron y los difuntos eran como cualquier otro, es decir del mundo del día, no del submundo donde los otros se buscaron su castigo, si no divino, sí de las oquedades del infierno. Y así se dio paso a los muertitos que quedaban en esa calidad porque no habían pagado la extorsión, porque no les alcanzó para que el secuestrado fuera liberado, porque simplemente pagaban la cuota de muerte que es obligada cuando se llega a esos límites de miedo.
Entonces se instaló el miedo, y el miedo no es garantía de nada, como no sea de más olvido del tiempo aquel en que todo resultaba más simple, en que la muerte era un paso que todos habrían de dar, pero sin ministros tenebrosos que oficiaban cuando se les pegaba la gana.
Y cada encargado de meter orden se daba a la tarea de idear un nuevo agrupamiento para enfrentar a los ministros de la muerte, por supuesto sin ningún resultado, como no fuera que los asesinatos se dispararan hasta los cielos y los ángeles que supone habitan en esas latitudes, escaparan horrorizados.
Ningún remedio a la vista, solo la esperanza de que por alguna razón la neblina que acabó con los hijos primogénitos en el Viejo Testamento, el de Moisés, no pasara por donde vivimos, fruto de la cruz marcada con sangre de cordero.
Podría tratarse de una plaga bíblica y ni cuenta nos hemos dado. Plaga que solo un profeta de barba blanca y rostro iluminado puede vencer con el apoyo del mismísimo Dios que habita en los cielos.
El problema es que surgen profetas falsos que ni hablan con el ser Divino ni reciben tablas de la ley en ningún monte, cerro o volcán. Se han multiplicado a tal grado que ha crecido la desconfianza, el temor de que el salvador sea simplemente otro de los que son malos y matan, y asesinan.
De tal modo que no hay remedio alguno.
De tal modo que la muerte dejó de pedir permiso, de ser justiciera contra caciques, contra malvados, y es posesión de los que debieran recibir castigo. Pero eso ya no pasará.
La vida es prestada como decían los abuelos, ya no por el ser de luz y bondad, sino por los otros, los que juegan a los dados para decidir a quién le habrá de tocar esta vez, quien purgará en el infierno de la tierra los pecados que quién sabe quién cometió con tanta inquina hacia la humanidad.
Mil gracias, hasta mañana.
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