De ficciones y figuraciones
«El hombre muere provisoriamente y la bestia
se comporta como una bestia.»
George Bataille
El hambre es una de las formas más violentas de morir. Comienza con la sed. La boca se seca y surge una necesidad inevitable de orinar. Después viene el impulso de masticar algo, lo que sea. El organismo se devora a sí mismo: las grasas, los músculos, los órganos vitales. Los ojos se hunden, la piel se adhiere al esqueleto como papel mojado. La temperatura corporal se desploma y aparece una sensación permanente de estar congelándose desde adentro. Los dedos de las manos y de los pies se entumecen hasta volverse inútiles. De acuerdo con los expertos, esta tortura puede prolongarse hasta dos meses, hasta que la mente se nubla y el cuerpo se convierte en tumba.
Las imágenes que llegan desde Gaza muestran esta agonía en tiempo real. Mujeres y hombres con cuerpos infantiles a causa de la desnutrición cargan a niñas y niños reducidos a piel y huesos. Todos ellos rogando por un mísero caldo en una región devastada por la guerra. Según cifras de organismos internacionales, el bloqueo de ayuda humanitaria ha causado la muerte por desnutrición de al menos 180 personas desde octubre de 2023, 93 de ellas menores de edad.
El control israelí sobre el flujo de alimentos hacia Gaza —justificado como medida de seguridad— ha generado una crisis alimentaria que evoca los peores capítulos de la historia moderna. Las restricciones, aunque parcialmente levantadas en diferentes momentos, han sido sistemáticamente insuficientes ante la magnitud de la población civil afectada.
En 1949, Georges Bataille identificó un fragmento oscuro que habita en los seres humanos: «Hay en cada hombre un animal encerrado en una prisión, como un esclavo; hay una puerta: si la abrimos, el animal se escapa como el esclavo que encuentra una salida; entonces el hombre muere provisoriamente y la bestia se comporta como una bestia».
La sociedad, en su conjunto, también alberga su «parte maldita». La encontramos en la guerra: ese conjunto de condiciones en las que grupos humanos, comandados por una voz unificada, son despojados de su humanidad y empujados a comportarse como bestias en nombre de un símbolo, de una idea, de una bandera. Asesinar, devastar y destruir comunidades enteras por territorios que, desde la perspectiva cósmica, son apenas un grano de arena.
A ocho décadas de los horrores de la Segunda Guerra Mundial, presenciamos cómo el hambre vuelve a convertirse en instrumento de poder. En estos tiempos en que los discursos nacionalistas se expanden globalmente, ya no se distingue la brutalidad por la amplitud del bigote del dictador, sino por la sofisticación de su narrativa. El bloqueo alimentario se denomina «control de seguridad» y se justifica con la retórica de la «legítima defensa».
Resulta paradójico que quienes defienden estas políticas no escuchen los ecos históricos que resuenan en sus propias comunidades. Como si los testimonios de los guetos fueran apenas números en archivos polvorientos y no el legado más sagrado sobre la resistencia de la dignidad humana en condiciones extremas. La experiencia histórica judía, documentada minuciosamente por sus propias víctimas para que la humanidad aprendiera, parece desvanecerse cuando se trata de reconocer patrones similares en el presente.
«Yo estoy con Netanyahu», leí hace unos días en redes sociales. Lo publicó alguien con la naturalidad de quien comparte su preferencia deportiva. El problema no radica en tomar partido —derecho legítimo en democracia—, sino en reducir la muerte de inocentes a entretenimiento de tribuna, donde se puede elegir bando desde la comodidad del sofá.
La parte maldita de la que habla Bataille existe en cada uno de nosotros. Algunos la materializan ordenando restricciones alimentarias desde oficinas climatizadas. Otros, quizás más cobardes, la expresan desde sus dispositivos, convirtiendo la agonía ajena en contenido viral, en combustible para debates que se consumen tan rápido como se generan.
Esta es nuestra tragedia moral contemporánea: hemos aprendido a racionalizar lo irracional, a transformar la muerte lenta de inocentes en materia de análisis académico. Desde nuestras pantallas, debatimos si esto constituye genocidio o autodefensa, mientras los cuerpos infantiles siguen consumiéndose a sí mismos del mismo modo que se consumieron en los campos de exterminio europeos.
Esa es quizá nuestra parte maldita colectiva: la capacidad de observar el horror desde la distancia —como hago ahora mismo al escribir estas líneas— y buscar argumentos para justificar o condenar, mientras los organismos se desploman y la bestia interna continúa devorando nuestra humanidad compartida.