PEDAZOS DE VIDA
Caminamos por la calle que, hace años, fue testigo de nuestro primer encuentro. Sin embargo, como gran parte de la ciudad, ha sufrido una transformación. Avanzábamos sin tomarnos de las manos, pero con el mismo destino en mente. Lo único que permanece inalterable son aquellos edificios antiguos, antes majestuosas casonas con más de diez habitaciones, que hoy se han convertido en negocios efímeros, tiendas que cambian de rubro constantemente, alterando el paisaje.
Resulta inútil mencionar que nos dirigíamos a aquel sitio, el que se encontraba después de la botica (ahora zapatería), frente al jardín (ahora una pequeña plaza) y junto al cibercafé (ahora una cafetería). Solo la imponente iglesia en el corazón de la ciudad se mantiene en pie, y esperamos que así siga, antes de que la conviertan en museo, como ya ha ocurrido con otras.
Al llegar al lugar, nuestros ojos vuelven a encenderse con la misma emoción de antaño, la alegría de compartir un trago, de disfrutar la música en vivo, de saber que, a pesar de la distancia, estábamos juntos. No obstante, ese brillo no está destinado a perdurar.
Si tan solo hubiéramos regresado un mes antes, habríamos podido despedirnos de aquella pequeña cantina que tantas alegrías nos brindó y que, quizás por absorber tantas penas, terminó cerrando. Las tristezas de uno se quedaban allí; a veces, ni siquiera la barra que tantas veces vio derramar ron, ni las paredes que sostuvieron a tantos ebrios, pudieron con tanto peso.
La mayor afrenta es que se haya transformado en una mueblería rústica, y no en un restaurante donde, al menos, podríamos haber bebido una cerveza. No, tuvieron que alquilar el local para instalar una mueblería, un taller de madera, justo donde nos forjamos los hombres que aún somos. Ya no hay vuelta atrás; esta vez, no te tomaré de la mano. Ya no hay licor, y sinceramente, hace años que no te veo. No habrá más flores en tu tumba; así fue la promesa…