Pido la palabra
Cuando están con nosotros, hacemos todo lo posible por ignorarlos, por dejarlos ir, por relegarlos a un segundo plano, pero en su ausencia, nos aferramos a su recuerdo con una obstinación que raya en la culpa
A veces la tristeza nos invade sin previo aviso y una lágrima furtiva recorre la mejilla y no entendemos, o no queremos entender, por qué sucede; nos sentimos vulnerables al ver a una pareja tomada de la mano, y entonces recordamos aquellos días no tan lejanos en los que también teníamos una mano que agarrar; vemos a un perro en la calle y de inmediato nos viene a la mente aquel animalito que más que mascota, era familia. Quizá la tristeza provenga de darnos cuenta de que también necesitamos a alguien que nos ladre de vez en cuando.
Cuando están con nosotros, hacemos todo lo posible por ignorarlos, por dejarlos ir, por relegarlos a un segundo plano, pero en su ausencia, nos aferramos a su recuerdo con una obstinación que raya en la culpa, esa culpa inútil que nos carcome por todo lo que hicimos o dejamos de hacer cuando aún estaban cerca; el remordimiento se instala en nuestras entrañas y no nos deja en paz, pero por más que nos flagelamos con la oscuridad de la tristeza, el pasado no se corrige: las lágrimas del alma no se secan con lamentos.
La única cura para esa tristeza provocada por la culpa es actuar en el presente, no esperes a que llegue el mañana para atender ese instante que a cada segundo se convierte en pasado; hoy toma la mano de esa persona hermosa que tienes a tu lado, demuéstrale tu afecto y verás que el efecto rebote es aún más maravilloso; besa la mejilla de tu madre, de tu hermano —al perro solo acaríciale la cabeza—, porque mañana puede ser demasiado tarde, y entonces te seguirás culpando por no haber actuado a tiempo, por haber dejado pasar esa oportunidad irrepetible de recibir una respuesta que, por mucho que la lloremos, nunca más llegará.
No te preguntes por quién lloras, mejor pregúntate con quién vas a disfrutar este transitorio día de felicidad, que a la postre será eterno en tu pensamiento; y es que el tiempo, con su paso implacable, también nos aleja de los amigos. Años sin verlos, personas que creíamos expulsadas de nuestra mente, y de pronto descubrimos que solo estaban encubiertas en algún rincón del olvido, aferradas a una pequeña luz de esperanza que les permitiera recordarnos que siguen siendo parte de nuestra vida.
Lazos inextinguibles nos sujetan a nuestras viejas amistades, alguna vez presentes todos los días de nuestra historia, y que súbitamente desaparecieron; el tiempo difumina sus rostros, desvanece sus imágenes, y a veces solo nos queda en la memoria algún acto significativo que se revela por alguna circunstancia actual.
La lealtad del pensamiento nos aleja del autoengaño y nos lleva de inmediato a esos momentos agradables y también a los difíciles que juntos atravesamos; el polvo del camino, hoy reflejado en nuestro rostro, es parte de una historia compartida en la que los viejos amigos son protagonistas trascendentes. El pasado es imposible de modificar, y después de todo, ¿para qué querríamos hacerlo? Ese pasado ha forjado nuestro carácter, ha templado nuestra personalidad y los viejos amigos son parte de esa fortaleza emocional.
No, no se trata de vivir del pasado, los verdaderos amigos nunca serán pasado, incluso cuando el tiempo determine que ha concluido el camino, la amistad permanece, eterna, materializada en esa luz del recuerdo.
Y así, entre recuerdos, culpas, abrazos y ladridos, entendemos que la vida se compone de instantes que no deben dejarse pasar, que el amor, la amistad y la presencia son tesoros que se deben cuidar mientras están, porque después, solo nos queda el eco de lo que fue.
Hoy es el momento, hoy es el día para vivir, para agradecer, para abrazar, para recordar sin dolor y para construir memorias que mañana nos harán sonreír.
Las palabras se las lleva el viento, pero mi pensamiento escrito está.