DE FICCIONES Y FIGURACIONES
«Soy el poderoso Tiempo, fuente de destrucción que surge para aniquilar los mundos.
Incluso sin tu participación, los guerreros del ejército enemigo dejarán de existir».
Bhagavad Gita
Existen inventos que jamás tuvieron que inventarse. El socialismo, acusan los dueños de los medios de producción; la propiedad privada de los medios de producción, señalan los socialistas; los cigarros, opinan los exfumadores; los parches de nicotina, reclaman las tabacaleras; los preservativos, sentencia el Papa; las religiones, manifiestan los fornicadores ateos. En fin, cada quien lo suyo. Pero entre estos inventos, hay uno cuya absurda existencia es reconocida por una gran mayoría: el botón rojo que durante décadas ha mantenido a los gobernantes más poderosos en una incómoda tensión y al mundo al filo de la destrucción.
El siglo XX dio forma a la amenaza del fin. Se trató de una etapa de la historia de la ciencia que rompió paradigmas y abrió la puerta hacia una manera distinta de percibir los fenómenos físicos y por tanto la realidad que nos rodea. Desde las teorías de Einstein y la llegada del hombre a la Luna, hasta los cuantos de Planck y la composición elemental de la materia, el siglo pasado fue un periodo que cambió el pensamiento humano en todo sentido.
En 1945, en el ocaso de la Segunda Guerra Mundial, el trágico producto del Proyecto Manhattan sentó a la humanidad en alguna orilla del riesgo, con los pies colgando en el abismo de la extinción.
El 16 de julio de aquel año, el primer hongo nuclear se elevó en el cielo de Alamogordo, Nuevo México. Este experimento, denominado Trinity, representó la culminación de años de estudio de la composición del átomo, la radiactividad y la fisión nuclear puestos al servicio de la aniquilación: la bomba atómica.
Tras el éxito del maldito experimento, J. Robert Oppenheimer —director del Proyecto y principal promotor del arma nuclear— mal citó el Bhagavad Gita: «Me convierto en Muerte, destructor de mundos». Está de más relatar en esta página lo que semanas después hizo El-Destructor-de-Mundos en las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki, por órdenes del presidente Harry S. Truman. Demostró que la ciencia es capaz de pulverizar ciudades enteras y a más de 240 mil seres humanos. El científico Oppenheimer le entregó las llaves del fin del mundo al victorioso Truman, mismas que se han heredado de inquilino a inquilino de la Casa Blanca.
A partir de entonces, la humanidad depende del equilibrio emocional de sus líderes. La guerra se enfrió y se convirtió en una eterna lucha por el control: no únicamente del territorio del supuesto enemigo, sino controlar que nadie más fuera capaz de enriquecer el uranio, la materia prima de la bomba de la muerte. Desde 1968, teóricamente sólo los cinco Estados más poderosos (Estados Unidos, Rusia, Francia, Reino Unido y China) pueden poseer armas nucleares, siempre y cuando las tengan muy bien guardadas en una vitrina, como las copas orejonas que presume el Madrid en el Bernabéu. Repito que esto es mera teoría, pues hay otros países fuera del tratado que han logrado diseñar sus propias armas de tensión (por cualquier cosa).
Hoy, como siempre, el mundo se está acabando. El futuro de nuestro planeta depende de políticos que sufren de una necesidad desmedida de atención, de una incapacidad enfermiza para dimensionar las consecuencias de sus actos, de la tentación irresistible de usar el poder para satisfacer sus intereses personales. La lista cambia con los años, pero la lógica ilógica permanece: señores que confunden su destino personal con el destino de la humanidad.
Si bien no hay duda de que vivimos una crisis civilizatoria, tan sólo basta con darle un vistazo a la historia para entender que a pesar de todo aún hay futuro. Sin caer en el error de los clubes de optimistas, pienso que el mundo siempre se reconstruye, se rehace y vuelve a ser narrado. A las generaciones que hoy enfrentamos –sufrimos– los errores de nuestros líderes, nos corresponderá trabajar juntos para reconstruir algo nuevo desde las ruinas que dejará el maremoto egoísta de los liderazgos populistas del siglo XXI.
Mientras llega ese momento, pedir el fin de las guerras es una exageración, un despropósito, un discurso ingenuo que le corresponde a la ONU, al Papa y a los cantantes humanitarios que detienen sus conciertos diez minutos para reflexionar sobre el hambre, el clima y ese apocalipsis que nunca llega. Los intereses siempre pesan más que la paz.
Por tal razón, podemos conformarnos con esperar que quienes mueven los hilos del porvenir decidan usar más sus neuronas que sus espejos. Que dejen a un lado su narcisismo, aboguen por la razón y mantengan muy bien cerrada la puerta de la vitrina donde exponen sus espantosas ojivas nucleares. Y ojalá que, si algún día tenemos el infortunio de que suene la alarma, alguien piense dos veces antes de entregar las llaves.