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miércoles, junio 18, 2025

La incredulidad política: del arte de gobernar al espectáculo de gobernar

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RETRATOS HABLADOS

Seamos sinceros: vivimos una era marcada por la desconfianza. La política, concebida en la antigüedad como el arte de conducir a la sociedad hacia el bien común, ha devenido en muchos casos en un escenario de teatralidad y simulación. La incredulidad del ciudadano común ante la política no es una actitud caprichosa ni una moda del siglo XXI: es una reacción lógica ante la transformación de los actores políticos en histriones, más preocupados por el guion de su imagen que por la realidad de sus ideas.

Ya en la antigua Grecia, Platón advertía del peligro de los sofistas, quienes dominaban el arte de convencer sin buscar la verdad. En La República, el filósofo sostenía que el político ideal debía ser un filósofo-rey, guiado por la sabiduría y la justicia. Su discípulo, Aristóteles, definió al ser humano como un «animal político», no para justificar el arribismo o la ambición desmedida, sino para subrayar que la política era una actividad noble, orientada a la felicidad colectiva (eudaimonía).

En contraste, los políticos de hoy parecen más cercanos al actor que al pensador. Más atentos a las cámaras que a los libros, y más preocupados por las tendencias en redes sociales que por las condiciones de vida de sus gobernados. Maquiavelo, en el Renacimiento, fue uno de los primeros en reconocer que el ejercicio del poder requiere cierta astucia, incluso simulación, pero jamás dijo que el fin justificara el engaño perpetuo ni que la mentira fuera una forma legítima de gobernar.

La distancia entre aquellos principios fundacionales y el presente es dramática. Hannah Arendt, una de las grandes pensadoras del siglo XX, advirtió que el totalitarismo no nace de un día para otro, sino del desgaste paulatino de las instituciones, de la banalización del lenguaje político y del cinismo colectivo. Hoy, esa banalización se expresa en la trivialidad con la que se asumen cargos públicos, como si gobernar fuera un juego de popularidad, no una responsabilidad ética.

También John Rawls, en su teoría de la justicia, propuso que una sociedad equitativa se construye desde un «velo de la ignorancia», donde los principios políticos se eligen sin saber cuál será nuestra posición social. ¿Cuántos de nuestros actuales líderes serían capaces de pensar así? ¿Cuántos legislan, gobiernan o deciden como si ellos mismos fueran los más vulnerables?

La incredulidad crece porque los discursos no se corresponden con los actos, y los actos con demasiada frecuencia no obedecen a un proyecto, sino a una estrategia de autopromoción. Se hace política desde el espectáculo, y el espectáculo exige aplausos, no resultados.

Pero esta incredulidad, aunque comprensible, es peligrosa si conduce a la indiferencia o al rechazo absoluto de la política. Porque, como advirtió Simone Weil, “la política es el campo más noble del pensamiento humano cuando se ejerce con verdad”. Si abandonamos ese espacio a los histriones, si renunciamos a exigir profundidad, coherencia y compromiso, el vacío será ocupado por quienes mejor simulen lo que no son.

¿Estamos entonces condenados a desechar el ejercicio de la política o solo a los políticos sin sustancia? La respuesta está en nosotros. Porque si bien la política ha sido corrompida por el marketing y el narcisismo, también es cierto que sigue siendo el único espacio capaz de transformar las condiciones de vida de millones.

Tal vez estemos frente a una bifurcación decisiva: o recuperamos la política como instrumento de transformación colectiva o la dejamos morir en manos de quienes la redujeron a un teatro. No se trata de nostalgia por los tiempos de los filósofos en la plaza pública, sino de recuperar la exigencia ciudadana: que quien aspire a dirigir, primero sepa pensar.

Lástima que la realidad sea tan lapidaria, y nos muestre un mundo plagado de personajes que nisiquiera conciben el arte básico de vivir, y vivir implica respeta a los demás.

Mil gracias, hasta mañana.

Correo: jeperalta@plazajuarez.mx

X: @JavierEPeralta

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