PIDO LA PALABRA
Un año más, pero también un año menos; muchos jóvenes se sienten viejos; pero a su vez, muchos viejos nos sentimos jóvenes; las nuevas generaciones se quieren comer el mundo a puños, se quieren beber la vida de un solo trago; nosotros, los de la vieja guardia: “la momiza”, como diríamos en los años setenta, ya hemos recorrido ese mundo y esa vida que los jóvenes apenas alcanzan a ver en su horizonte; pero lo asombroso de todo este crisol de intereses de juventud y de madurez emocional, es que los mexicanos estamos convencidos que lo mejor de cualquiera de esas etapas de vida, es estar con la familia, porque la familia siempre está con nosotros.
Conocernos de toda la vida, y por lo mismo, sabedores de nuestras debilidades y emociones, nos sentimos fuertes al saber que somos parte de un núcleo familiar, de un inquebrantable lazo fraterno que nos identifica en nuestros orígenes y ante los cuales nada debemos ocultar.
La familia mexicana, sui géneris, peculiar en nuestras costumbres; prácticamente, en la mayoría de los casos, vivimos fincados en un matriarcado, en donde, en efecto, el padre es importante, pero la presencia de la madre es absoluta; su luz destruye nuestros miedos con una sola palmada en nuestra espalda.
Con los hermanos lo enfrentamos todo, pues juntos somos un tronco perfecto del árbol de la vida, cuya savia recorrerá nuestras ramas por muchas generaciones; ramas torcidas, ramas frondosas, pero al final, nuestras ramas.
Ver a los hijos empezar el ritual del enamoramiento, es regresar nuestra mente al pasado; los consejos de nuestros padres o de los hermanos mayores son ahora la base de los consejos que nos oímos recitar; y en ese momento nuestra juventud reciente la madurez…la vejez; nuestra mente “quiere” pero el cuerpo “no nos deja”.
Pero vemos a la familia, a nuestra familia, que al igual que nuestros padres lo hicieron con nosotros, ahora nos corresponde tocar la campana para que los hijos se formen en nuestra fila, esa fila en la que no permitiremos que nadie entre si su objetivo es fragmentar el lazo familiar.
Las reuniones de las familias mexicanas son una verdadera romería, un día de fiesta nacional, si nacional, pues en ese momento no existe más Nación que nuestra propia familia; en ella no existe más Gobierno que el de la Madre, aunque siempre haga pensar que el padre es el que manda; en la familia no hay Rey sin Reyna.
En el “Estado-familia” no hay división de poderes, pero sí una democracia monárquica en donde “la mandamás”, cual Ulpiano, se echa a cuestas la tarea de darnos a entender que lo mejor es “Vivir honestamente, no dañar a otros y dar a cada uno lo suyo”.
La familia, nuestra familia, el gen de nuestros amores y sinsabores, la molécula de nuestro destino, la base de nuestro pasado; con la familia todo, sin la familia, nada; ser y sentirnos del equipo, sea cual sea el color, el emblema, sabemos que ganar o perder es contingente cuando ese resultado es producto de un factor todavía superior: la Unión Familiar.
Podremos estar en la cúspide, podremos haber caído en el hoyo más profundo, habrá mucho por hacer, o quizá ya nada por intentar; pero al final, siempre buscamos el cobijo de la familia, pues ese calor es el único que nos proporciona la confianza que, en este turbulento mundo, nuestro espíritu exige.
Se dice que la familia es el principio y fin de nuestra sociedad; Yo creo que la familia es nuestro hogar, el mundo ideal que forjamos desde la niñez, y que ahora en nuestra edad madura, tratamos de preservar aún en contra de todas aquellas acciones hostiles que buscan destruirla; los pobres de alma lo son porque no entendieron que la familia es el camino correcto; la armonía, la serenidad, la paz, todo ello junto nos llega cuando sentimos de todo corazón que la familia, nuestra familia es la coraza que nos protege de las desesperanzas de todos los días, ¡viva la familia en éste y todos los diciembres de nuestra vida!.
Las palabras se las lleva el viento, pero mi pensamiento escrito está.