LAGUNA DE VOCES
Una parte fundamental de la existencia humana es que se nutre del misterio que implica no saber a dónde conduce, y luego sorprendernos por el cambio que implicó una acción tan simple como haber tomado un autobús el día y la hora en de pronto todo dejó de ser lo que era. Sin ese ingrediente, es decir, si conociéramos de antemano el desenlace de cada uno de nuestros actos, muy probablemente acabaríamos en un manicomio y en un panteón, hastiados de la rutina.
Todos en un momento de la vida nos preguntamos si cambiaríamos algo, de volver a nacer. Cuando se es joven la respuesta inmediata es que sí, que buena parte de nuestra existencia la modificaríamos con otras decisiones, no rotundas, sí definitivas.
Luego pasa el tiempo y empezamos a pensar que, después de todo, logramos construir una existencia que vale la pena, que incluso deja de ser rutinaria porque aprendimos el verdadero sentido de la sorpresa, siempre confundido con hechos insólitos, ajenos al vivir cotidiano.
Nada fastidia más en una etapa de la vida que la repetición de acciones. Estamos ávidos de misterios, de descubrimientos, y sobre todo de llenar el saco de recuerdos con los que den testimonio de que vivimos hasta el límite.
Llega sin embargo el momento en que empezamos a dar el valor cierto a la posibilidad de querer con singular alegría el espacio en la casa donde podemos mirar el jardín desde la ventana, en la oficina para escuchar música y leer. Nos damos cuenta que de ser necesario, solo cambiaríamos los instantes en que fuimos ruines y miserables con algunas personas, y que gustosos haríamos lo necesario para que esto no sucediera.
Es decir, solo modificaríamos instantes, espacios que por fortuna no definen lo que somos en la totalidad de nuestras personas. Porque todo lo demás sería dejado tal cual, sin cambios, sin nuevas decisiones que de pronto hicieran humo la presencia de nuestros hijos, el presente que hoy vivimos con las personas que amamos y que, nos damos cuenta, dan razón de ser a lo que somos.
León Felipe Camino, el poeta español que llegó a nuestro país en el exilio republicano, contaba en uno de sus poemas, que era feliz porque todos los días a una hora determinada pasaba una niña que iba de mala gana a la escuela, y siempre pegaba su cara de nariz chata en la ventana de la casa donde vivía. A la misma hora sabía que la pequeña lo saludaría y entonces entendía que era feliz por ese hecho simple, cotidiano, alejado de todo misterio.
Nos sucede lo mismo.
Saber que todos los días podremos abrazar y besar a quienes amamos, es el principio de la felicidad, el nutriente más importante y básico de la existencia humana. Es deber por eso repetir día a día ese gesto, simple y similar al de la niña que saludaba a León Felipe, con la acción de pegar su cara y nariz chata a la ventana.
A veces olvidamos el valor de lo que la rutina bien entendida tiene. Asumimos que la repetición de acciones le quita todo sentido a las mismas, y que por lo tanto dejar de ser valioso porque ya no nos sorprende.
Cuando la sorpresa radica justamente en que, pasado un tiempo, celebramos el hecho de que todos los días sabremos aprovechar el rito de la sana costumbre de querer, de amar, de renovar la fe en quienes amamos y nos aman.
Al final de cuentas entendemos que cambiar hechos fundamentales del pasado, es cancelar las bondades del presente, los resultados, los hechos que dan sentido a la vida que nos ha tocado vivir.
Mil gracias, hasta mañana.
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