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La batalla de las ideas: política y filosofía

Miguel Ángel Serna
15 Min de Lectura

TIEMPO ESENCIAL (XI)

Para no pocos filósofos, su oficio no tiene por qué meterse en el bajo mundo de la política, con la que deben establecer la sana distancia que demanda la reflexión del crítico, la imparcialidad del investigador y la rectitud del hombre moral.  

Cierto es que, desde una mirada formalista, entre filosofía y política ha de mantenerse una distinción semejante a la que en la ciencia se da entre el observador y el objeto de estudio, sin la cual la subjetividad puede sesgar el resultado que le arrojan los datos de la realidad objetiva. 

Pero, aunque la filosofía comparta con las ciencias su apuesta por la razón, su tarea es de distinta índole; ella tiene que involucrarse en las ideas o especulaciones con las que el ser humano comprende, ordena y dirige sus experiencias subjetivas, fraguadas en el desarrollo de su propia acción individual o social. 

Siendo parte de la realidad humana, las ideas filosóficas no pertenecen a un mundo ajeno a nuestra vida cotidiana. El campo filosófico es un mundo de ideas y de realidades que interactúan en una interrelación infinita y constante.

La vida práctica no solo responde al impulso y necesidad, sino a la voluntad que se dirige por propósitos: desde aquellos impulsos ciegos presentes en los orígenes de la vida, hasta los que se elevan a los estadios superiores de la inteligencia, la razón o los valores, ampliando nuestro conocimiento y nuestra consciencia como ser en el mundo. 

De la vida racional, los valores son las nociones más complejas, porque a la vez que dependen de la realidad objetiva, requieren la autorreflexión y crítica de la acción práctica, pues nos hacen pensar en nuestros actos y sus consecuencias.

Sin lugar a duda una de esas actividades complejas es la política; no sólo por su dificultad operativa, sino porque implica un conocimiento amplio de las capacidades y debilidades de la naturaleza humana, para discernir entre los bienes o beneficios particulares y los correspondientes al beneficio común y de éste, el bien superior y el bien posible en medio de circunstancias siempre turbulentas y cambiantes.  

Tan difícil resulta encontrar tales capacidades entre la multitud que compone una sociedad política, que hizo pensar a varios filósofos –entre ellos Platón–, que los gobernantes debían ser electos solo entre ellos, como únicos capaces de desempeñar tal tarea. 

Platón mismo quiso probar su fórmula convenciendo a cierto gobernante de Siracusa para poner en práctica sus ideas políticas; con tan mala suerte, que solo logró ser puesto por aquel en venta como esclavo en el mercado; donde, afortunadamente, lo reconoció un paisano suyo quien lo compró y envió de regreso a Atenas; auxilio que no solo lo salvo de nuevos descalabros, sino permitió a la humanidad entera contar con una de las más bellas teorías políticas habidas en la historia, en la que innumerables  generaciones de juristas, hombres de estado, políticos o educadores han encontrado inspiración fecunda para llevar a cabo sus tareas, transformando sus ideas en realidades concretas.  

No obstante, las teorías y programas políticos son la concreción de grandes ideas filosóficas; haciendo mella con sus ideas en el mundo práctico; aunque no necesariamente en la conducta de sus gobernantes y gobernados, sino como valores y conocimientos insertados en el corazón de la cultura, el lenguaje, los valores y las costumbres que conforman la civilización humana. 

Una idea filosófica puede convertirse en un gran propósito a conseguir, y entonces hablamos de un ideal. Hubo ideas que fraguaron en ideales hace tiempo y aún no nos abandonan; una de ellos es la democracia

Dicha noción parte de otra idea o ideal revolucionario en su tiempo –y todavía inalcanzado–: el que todos los miembros de una sociedad, tienen los mismos derechos y obligaciones, más allá de las condiciones que la fortuna haya querido concederles.  Equiparar en derechos mínimos al prohombre y al villano, es un ideal que ha movido a la humanidad desde hace más de 2000 años y que, por su propia fuerza transformadora seguimos tratando de convertir todavía en realidad en los tiempos actuales. 

Entre nosotros, aunque a veces no nos quede tan claro y pensemos que ya lo hemos olvidado y hasta rechazado, el ideal democrático ha movido la voluntad de los mexicanos desde antes de nuestra vida como nación independiente. Algunos han pensado en él solamente como una forma de elegir a los gobernantes; otros, lo entienden como el cumplimiento de un contrato originario alcanzado de común acuerdo y, por su parte, hay quienes lo ven como una fuente de inspiración de la voluntad colectiva dirigida a reducir o terminar las abismales diferencias y discriminaciones habidas entre los mexicanos.  

Son las prioridades y los intereses particulares y colectivos, los que fomentan la diferencia entre las diversas nociones de democracia y el ideal mismo que ella representa; por lo que alcanzarla se convierte no solo en un problema político; sino también ético, social, científico y moral. 

Más allá de la confrontación de personajes, partidos políticos, medios de comunicación y opiniones de todo género; han sido las ideas y los ideales los que se han enfrentado y nos han confrontado unos con otros en el ejercicio político. 

Es difícil llegar a creer esto cuando lo que más se critica a los actores políticos es justamente la falta de ideas, valores éticos o proyectos políticos; aunque en realidad la teoría esté siempre presente en el pensamiento y la práctica política, dirigiendo los propósitos de sus actores y seguidores, fundamentando sus argumentaciones, moviendo voluntades y justificando sus decisiones.    

Hoy, por ejemplo, esas diferencias se decantaron en la conciencia ciudadana impulsándola a poner fin a un sistema político agotado en sus posibilidades para generar una sociedad más justa, equitativa, sensible al bien común y a los derechos sociales.  El ideal democrático revitalizado empuja esa gran decisión colectiva dirigiéndola hacia nuevas alternativas que solo algunos pocos vislumbraron en medio de una crisis del sistema gobernante como una crisis de ideas, teorías e ideales-; haciendo nacer en la ciudadanía el deseo de aventurarse hacia un nuevo ideal democrático; más allá de las condiciones concretas que le acompañan. 

Es por ello que no es posible separar la filosofía de la acción política. La filosofía aparece solo cuando la política ha alcanzado su máximo desarrollo; cuando el pensamiento ha reconocido y aceptado la separación entre el orden mítico y religioso del ejercicio del poder del estado.  

Estos cambios sucedieron en casi todas las civilizaciones antiguas (por ejemplo, a los emperadores aztecas los nombraban un consejo de nobles y el puesto no era hereditario de padres a hijos); sin embargo, fue en la antigua Grecia, pero sobre todo en Atenas, donde dicho proceso llegó a su culminación comenzado con los reinos arcaicos y convertidos más tarde en gobiernos  aristocráticos que, a su vez,  a causa del desarrollo económico, dieron paso a gobiernos de las oligarquías tras el triunfo contra los persas (guerras médicas), al de los ciudadanos comunes y corrientes, que conformaron así el primer gobierno democrático en el mundo occidental. 

Fue en ese momento de la historia cuando nace la política y será en ese contexto de la Polis democrática que nacerá a su vez la filosofía. Y no solo por casualidad, sino como consecuencia de la política, algo que suele olvidarse, pero que resulta determinante en la historia del pensamiento y la vida política de Grecia y posteriormente en toda la civilización occidental. 

Por ello es que la vida y la muerte de Sócrates son tan importantes para la humanidad. No se trata de un episodio trágico y aislado en la historia de Grecia, sino un acontecimiento determinante para la política y la filosofía. Con la primera, Atenas alcanzó el más alto grado de organización habida en el mundo antiguo; no solo en lo social y la actividad política sino en el campo de las ciencias y las artes; en la política y las relacionadas con la vida pública: el derecho, la oratoria, la argumentación y la moral pública; la separación entre lo público y lo privado, las responsabilidades ciudadanas y el amor a la patria. 

Se cuestionan los valores míticos del pasado, mediante la tragedia y la comedia. Para el ateniense nada queda fuera de la esfera de lo político y sus valores y finalidades: fama, fortuna y riquezas. Y sobre todo un valor exaltado por la libertad, tanto de su ciudad frente a otras con las que comparte historia, lengua y costumbres como de cada polites (ciudadano) respecto a los otros en sus decisiones públicas. 

En Atenas del siglo V Antes de Nuestra Era, ya está presente la historia política de Occidente tal y como se le conoce hasta nuestros días; tanto en sus principios como en los gérmenes de su propia destrucción.    

Y es en ese contexto de positividad, de seguridad en su propia valía y grandeza frente al resto de la humanidad donde aparece el tonto de la colina; el aguafiestas, el tábano de Atenas, que molesta con sus preguntas molestas a sus entusiastas y narcisistas habitantes, tan orgullosos de su ciudad como de su propio saber y valía. 

Una y otra vez volvemos a la experiencia socrática no por gusto ni afán ilustrativo; sino porque esa historia es también nuestra historia, que señala un antes y un después en nuestras vidas y conocimientos. Antes de él la filosofía era conocimiento de la naturaleza o conocimientos y habilidades para pertenecer al gobierno de la ciudad, divididos en las escuelas de los físicos y la de los sofistas. 

Lo que Sócrates descubre en sí mismo es que sin un conocimiento de su propio ser, el hombre anda a ciegas sin acertar a dirigirse a sí  mismo y mucho menos a los demás hacia lo verdadero, razonable o benéfico para su persona y la ciudad, y lo hace cuestionándose  los valores o conocimientos que lo han formado y guiado en su vida;  confesando con candor a sus paisanos que “él solo sabía que nada sabía” un verdadero contrasentido, una broma de mal gusto sobre su persona que comenzó a molestar a algunos de sus conciudadanos que caían en la cuenta de su propia ignorancia pese a su fama de sabihondos. 

Sin saberlo o no, a pesar del entusiasmo que despertaba en muchos y el odio que generaba en otros, Sócrates avanzaba hacia un posicionamiento radical que terminaría por enfrentarlo a la lógica del conocimiento más elevado y que despertaba la mayor admiración y respeto entre sus contemporáneos: el de la política; cuyos resultados, pese al reconocimiento de sus méritos, comenzaban a mostrar síntomas fatales de decadencia; un contrasentido imposible de aceptar por sus habitantes. 

  Pero esa es otra historia que abordaremos en otra participación de Tiempo Esencial.

Con este artículo cerramos en 2019 la primera época de Tiempo Esencial; cuya reedición actual  ha concluido con el mismo texto revisado. La consideramos como una etapa introductoria de nuestra columna destinada, como lo saben los que han seguido sus pasos, a abrir un espacio de diálogo filosófico en Hidalgo, ayuno hasta ahora de su cultivo académico en su territorio e instituciones superiores. Si su interés y la buena voluntad del Director del diario Plaza Juárez lo permite, iniciaremos próximamente una segunda época; acorde a los acontecimientos actuales que enmarcan nuestro intento de desarrollar una filosofía contextualizada en el aquí y ahora, que dote de sentido y propósito nuestra misión cuasi evangélica. Doy las gracias a él y a ustedes por su atención, esperando se comuniquen con PLAZA JUAREZ si desean que este espacio de reflexión siga adelante y si no les place, también lo manifiesten. A mí me pueden contactar en mi e-mail: miguelseral22@gmail.com 

TIEMPO ESENCIAL (XI)  /EDICION 2018/ PARA SU REEDICION 300924)

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